De mi salida del país en diciembre de 1991 y las primeras percepciones sobre México
Mi papá se rehusaba a salir del país lo más que podía. Ese año no pudimos ir a visitar a mis abuelos a Dalmacia. Mi tía, la hermana menor de mi papá, ya había decidido compartir la suerte de Belgrado y de su gente. Sea como fuere. Todo se volvía por demás complicado, sobretodo si se toma en cuenta que en Belgrado el peligro no era palpable hacia finales de ese 1991. Mi papá aún era segundo reservista del ejército aún) yugoslavo y mi mamá decía que ya les habían repartido unos folletos sobre los planes de movilización y medidas de emergencia en caso de guerra en el centro de salud en el que trabajaba. Yo tenía quince años...
Con todo y que desde septiembre de ese 1991 yo ya lo presentía, me avisaron dos semanas antes de la partida la fecha exacta. No hubo tiempo para nada. No logré despedirme de casi ninguno de mis amigos. Muchos otros desaparecían sin mucho qué decir, de todos modos a todos les quedaba claro lo que ocurría. Como que las palabras sobraban. No podía creerlo. Adiós a mi grupo de rock, a mi tan añorado gimnasio, a la banda del parquecito, mis planes de andar con una chava que acababa de conocer (por cierto, refugiada de Croacia, de nombre Dunja)... todo por la borda: una vida entera de quince años.
Años decisivos. Era un hecho el que no quería irme. ¿Por qué habría de irme si este era mi país, mi gente? ¡Si la guerra estaba tan lejos, demasiado lejos! Nunca nos tocaría a nosotros, ni de chiste, todo aquello era un mal entendido, no pasaría nada, de veras... quedémonos.
A mi mamá todo aquello le pegaba demasiado fuerte. Luchaba con ataques de pánico y una especie de alergia nerviosa que ya para aquel entonces nos había sacado más de un par de sustos. Ya no era capaz de soportar la incertidumbre. El amor era grande, pero para una "niña bien" de la colonia del Valle de la ciudad de México todo aquello era demasiado. La gente empezaba a juntar despensas en los departamentos. No era la primera vez que se vivían tiempos de guerra en mi ciudad. De alguna manera, las personas sabían lo que podría venir y cómo prepararse para todo aquello. A mi mamá todo eso le resultaba por demás irreal.
Para mi papá, el siguiente paso era pedirle un permiso especial al ejército (aún) yugoslavo (JNA) para abandonar el país en tiempos de excepción siendo reservista. O salía de Yugoslavia o lo mandaban directamente al frente de combates en Croacia o a Bosnia. Una tarde difícil, que mi madre nunca olvidará. Finalmente, el hecho de estar casado con una extranjera y ser padre de dos extranjeros más inclinó la balanza a favor de su decisión.
Salimos del aeropuerto de Belgrado rumbo a México el 8 de diciembre de 1991. Nuestro equipaje, dos maletas por persona: ropa y documentos. Las llaves del departamento y el coche se los quedó mi tía. En un cuarto de ese mismo departamento ya semivacío amontonamos toda nuestra herencia material: fotos, cuadros, muebles, el piano, las bicicletas, ropa de invierno, regalos, libros, discos... Dos días después de nuestra partida, se habían ya cerrado las comunicaciones aéreas con Belgrado. Los costos de los seguros que tenían que pagar las líneas aéreas para volar a Yugoslavia se habían vuelto demasiado altos en proporción con las ganancias que de esos mismo vuelos podían sacar. Y luego vinieron las sanciones comerciales y económicas impuestas a Serbia (o lo que quedaba de Yugoslavia). A partir de 1992, la única manera de llegar a Belgrado o salir del país era a través de Budapest. De hecho, se desarrollaron negocios inverosímiles de taxis. Lo recogían a uno en cualquier dirección en Belgrado y lo llevaban hasta el aeropuerto de Budapest. Ida y vuelta. Ese mismo viaje lo hicimos Lizette y yo todavía en el 2005.
Los años siguientes fueron terribles. No queríamos estar allí dónde el destino nos había llevado. Sobre todo no mi papá, casi ahogado de preocupación por sus padres y su hermana y su familia. Las historias del destino de serbios en Dalmacia eran terribles. Por suerte, mi abuelo era esloveno. Ello debía protegerlos.
Habíamos planeado quedarnos en México tan sólo un año, mientras se calmaba la situación. Mis padres siguen allá y mi papá pasó al menos los primero diez años levantándose cada mañana decidido a comprar su boleto de regreso. Nunca se pudo adaptar del todo. Verlo así, todos los días, se volvió con el tiempo una carga demasiado pesada para mí también, hasta que un día decidí soltarla y enfocarme en mi propia lucha por sobrevivir. Por primera vez logramos volver en el año 2000, mismo año en el que por fin lográbamos reunir a las tres partes de nuestra familia separada, primero en Croacia y luego en Belgrado.
Mi abuela materna nos acogió en su casa con todo el amor propio de ella misma. A sus 86 años aún daba consultas en su consultorio en la ahora, nuestra casa. Diario, de las 4 a las 7 de la tarde, no podíamos hacer ruido y debíamos evitar molestar a las señoras que esperaban pacientes a ser atendidas por "la doctora Romero" en lo que luego se volvería nuestra sala de la televisión. La casa que construyó mi abuelo, ya fallecido para ese entonces, resultaba un monumento a la ineficacia arquitectónica. Todos los cuartos estaban conectados unos con otros, de manera que para llegar al baño de atrás de la casa era preciso atravesar la "sala de espera", el consultorio, la nueva recamara de mis papás, la recámara de mi abuela y mi hermana y mi cuarto. Para una niña de diez años que era mi hermana y un muchacho en plena lucha propia de la pubertad como yo, aquello se volvía a veces insoportable. No había privacidad de ningún tipo. Sin embargo, teníamos una casa y una nueva familia: tías, una infinidad de primos, más tías, una abuela, más primos en primer y segundo y tercer grado, tíos, tías abuelas, familia en Veracruz, familia en Guanajuato, aquí y acullá. Y todos nos querían y teníamos que querer a todos. Centenas de caras extrañas que desfilaban frente a nosotros con la soltura propia de familiares que crecieron juntos y se conocen de toda la vida. Con una excepción: mi familia había quedado atrás, allá en ese planeta extraño del cual fuimos "rescatados" y que quién sabe dónde se encuentra; a toda esta gente había primero que acabar de conocerla.
Por mi parte, no entendía la razón de hablar otro idioma que no fuera el mío. Llanto. Confusión. Nostalgia. Una nostalgia peculiar. No únicamente por no estar en mi país, sino hacia un país, una vida, una realidad que se destruyó a sí misma, que ya no existía como la había dejado.
Incertidumbre.
Al menos, el español fue durante muchos años el idioma en el que mi mamá me regañaba frente a visitas y aunque me rehusé siempre a contestarle en ese idioma, algo entendía. Mi hermana creció en una situación diferente. Cuando ella nació, nuestra madre por fin había encontrado trabajo y, más importante aún, había aprendido a hablar serbio/croata casi perfectamente. Una vecina (oriunda de la región de Srem, en Vojvodina) de nuestro departamento en el Belgrado viejo, la nana Jelica, venía diario a cuidarla. Por ende, Ana no entendía casi nada de nuestro nuevo idioma. Español era el idioma de nuestras vacaciones en México de cada tres a cinco años. Todas las tardes entre semana, mi hermana tenía que tomar clases de castellano durante dos horas en la casa. Una pesadilla... En su nueva escuela, privada (a causa del reducido número de estudiantes, mis papás consideraron que nos prestarían una mayor atención allí que en una escuela pública y el objetivo era en todo momento no perder el año escolar), la querían regresar a primer año de primaria, a pesar de haber ido en cuarto en Belgrado. Todo por no haber podido contestar satisfactoriamente un examen de matemáticas redactado en castellano (que versaba acerca de triángulos isósceles, radios, sumas, divisiones, quebrados y demás términos incomprensibles para una serbioparlante). En fin, la raíz del problema fue hallada a tiempo y Ana se volvía en poco tiempo la perpetua visitante del "cuadro de honor" de su salón.
Me sentía como caído de Marte en mi nueva "patria". A las dos semanas de haber ingresado a la escuela y a tres de haber llegado a México, tuve que presentar exámenes semestrales de tercero de secundaria. Historia de México, literatura iberoamericana, geografía, civismo (¿qué demonios es civismo? era la pregunta predilecta)... Mis compañeros. La mayoría me sonreía exhibiendo unos por demás ostentosos "brackets" pegados a sus dentaduras. Por primera vez en mi vida tenía que usar uniforme, una especie de conjunto para hacer deportes de color azul con una raya amarilla al costado. En mi terrible español intentaba comunicarme con jóvenes de mi misma edad con los que no compartía casi nada, más que la profunda inseguridad propia de nuestra edad y la aún más profunda confusión. La escuela se me antojaba una cárcel, una pequeña casa-habitación adaptada que distaba mucho de lo que yo entendía por una escuela. Nos era prohibido salir del edificio, nos era prohibido faltar a clases, expresar nuestras opiniones... seguir las reglas, era lo único. Todos eran llevados a la escuela por sus padres y puntualmente recogidos a la hora de la salida por unas enormes camionetas y unas mamás siempre muy ocupadas o de plano, por señores a los que muchos llamaban "choferes". La criminalidad en las calles de la metrópoli mexicana de casi veinte millones de habitantes no era algo a lo que estuviéramos acostumbrados. Su presencia se volvía algo cotidiano a los pocos meses, tras el primer asalto a mano armada en en autobús en el que me dirigía a casa de un amigo. Mi cabellera rapada de mis ya definitivamente terminados años de punk belgradense apenas crecía y en esas fiestas de Navidad y Año Nuevo subí unos diez kilos de peso. Me sentía profundamente solo.
Fue la primera vez que me enfrentaba a una sociedad profundamente católica, racista y clasista como la mexicana. Y no es que las sociedades balcánicas no lo fueran... al contrario. El redescubrimiento de la libertad religiosa empezaba a generar un fanatismo improvisado en todos los lados de ese crisol de culturas y religiones que son los Balcanes. Simplemente, yo crecí sin esa noción de pertenencia religiosa: en una Yugoslavia socialista y atea. Por otro lado, el racismo en una ciudad casi absolutamente carente de todo tipo de extranjeros (absolutamente provincial por ese mismo hecho), como lo es Belgrado aún hoy en día, es un concepto lejano a la cotidianidad, mismo que no se manifiesta hasta que se da el encuentro con el Otro, cosa que no sucedía muy a menudo, una vez que yo fui completamente asimilado como yugoslavo; y fue ese nacionalismo yugoslavo de mi infancia y mi juventud el que eliminó el racismo tan avivado en los noventa entre los "ustashas croatas", los "chetniks serbios", los "turcos musulmanes" o los "gitanos" despreciados por casi todos. En México, por el otro lado, el que 90% de la población fuese católica al menos eliminó de entrada cualquier tipo de polémica religiosa de mis conversaciones cotidianas. Sin embargo, la misa de gracias como parte obligatoria de la ceremonia de graduación de la secundaria, cinco meses después de nuestra llegada a la ciudad de México, sí presentó un pequeño problema de identidad en mi interior, el cual decidí no compartir con nadie. Por último, las diferencias tan marcadas entre una clara minoría pudiente, oligárquica, que contrastaba con una vasta mayoría pobre en un México tan injusto como lo es, y esa relación del color de piel con la posición social del individuo, herencia inmaterial de muchos países post-coloniales en los cuales los europeos durante siglos fueron detentores de todo el poder político, económico y social en contraste con la población autóctona subyugada y poseedora de ese sentimiento de inferioridad tan peculiar, me causaban un especial sentimiento de repudio al tenerme que enfrentar diario con relaciones sociales de poder basadas en esa mezcla explosiva de racismo y clasismo, nada claras para un extranjero recién llegado de una irrealidad socialista como yo lo era en un principio.
Mi abuela también tenía una señora que trabajaba y vivía en su casa y hasta un chofer que manejaba su excepcionalmente bien cuidado Volkswagen sedán 1973 que yo heredaría al poco tiempo y que destruiría finalmente en una especie de final espectacular de una época muy importante de mi vida en un desafortunado accidente automovilístico en abril de 1999. Mis tías también tenían servidumbre y las divisiones de clase se respiraban en muchas actitudes interiorizadas por todos los involucrados. A nosotros nos tocó desde un principio ubicarnos en una posición intermedia de "parientes pobres" y a mí, personalmente jamás me quedó claro cómo comportarme en diferentes situaciones. Muchos años después todo seguía siendo tan diferente. Mi mejor estrategia era la total adaptación, lo cual a veces conllevaba la creación de un personaje "mexicano" que en su afán por esconder su absoluta y total inseguridad actuaba con una seguridad y hasta prepotencia incomprensibles frente a sus nuevos parientes, siempre evitando hacer cualquier error al sentarse a la "mesa" que jamás dejó de imponerle. Los dolores de estómago anteriores y presentes durante cada cena de Navidad y demás arranques de nerviosismo incontrolable incluidos. Baste decir que a las dos semanas de haber llegado e México tuve que disfrazarme de adulto por primera vez en mi vida, usando unos pantalones de vestir de mi papá, una corbata igualmente prestada y a falta de saco, un suéter horrible. De mis zapatos Dr. Marten's y la chamarra del ejército no quedaba mucho en aquella Navidad de apariencias. El amor y la ayuda constantes profesados por la familia mexicana jamás podré agradecerlos suficientemente y con los años se transformaron en algo muy real y palpable. Sin embargo, la distancia y las diferencias entre nuestros mundos no pudieron ser puenteadas ni muchos años después.
Por otro lado, interrumpí toda comunicación con mis amigos de Belgrado. Nunca fui gran partidario de escribir cartas, el internet aún no existía como lo conocemos hoy en día y el dolor que me invadía con cada intento de escribir era insoportable. En la embajada yugoslava de México había igualmente separaciones y la colonia completa de todos modos no excedía unas cincuenta o cien personas. Mi relación con los Balcanes se resumía a las indispensables llamadas por teléfono con los abuelos y mi tía, a los recuerdos, y a ignorarnos mutuamente durante casi toda la primera parte de la época de los noventa. A los pocos años, yo mismo ya me sentía mexicano y de mi pasado yugoslavo quedaban tan sólo unos recuerdos vagos... hasta el año 1999 y la posterior visita a Belgrado en el verano del 2000.
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