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1.9.08

Más sobre mis abuelos y mis padres... crisol de culturas

Por allí del verano de 2006, sentados en el jardín de la casa de mis abuelos en la costa dálmata de Croacia, mi abuelo nos platicaba a Lizette y a mí las mismas historias que le escuchaba yo sentado en esa misma terraza, pero varios años antes. Narró que, habiendo sido educados en el espíritu liberal de su padre (y mi bisabuelo), abogado de la pequeña ciudad eslovena de Černomel que se había mudado a la un tanto más grande ciudad eslovena de Novo Mesto en la década de los veinte para formar allí su familia junto a mi bisabuela Marija, mi abuelo y sus dos hermanos mayores decidieron unirse a las primeras brigadas de resistencia eslovenas que operaban aún sin mayor organización real, inmediatamente después de la invasión fascista italiana, en esa primera mitad de 1941.

Las células de resistencia trabajaban en la absoluta clandestinidad y se dedicaban a realizar pintas en las paredes de las ciudades, a imprimir periódicos clandestinos y planear actos de subversión en contra del ocupante. En una de estas acciones, internados en el bosque, el hermano mayor de mi abuelo (cuyo nombre, Marijan, porta hoy en día mi padre) resbaló y calló unos cinco metros al fondo de un pozo. Justo en medio de la operación de rescate, los sorprendió un agrupamiento de soldados italianos. Todos los jóvenes, incluídos mi abuelo y el hermano que le seguía en edad, Dušan, fueron arrestados y llevados a una cárcel italiana de Lombardía. Al hermano mayor de ambos lo dejaron condenado a morirse en el fondo del pozo en aquel bosque.

Una vez terminada la guerra, allá por el '45, un grupo de compañeros de escuela de Marijan llevaron a su madre (y mi bisabuela) al lugar en donde se acordaban debió haber resbalado. Efectivamente, allí encontraron sus restos y rescataron del pozo una cartera, una amforita y un anillo que fueron repartidos a la muerte de su madre entre los tres hermanos. En un lugar especial de mi casa se encuentra el anillo de Marijan, mismo que heredó mi papá en su momento de su padre y que me fue obsequiado por el mío cuando cumplí dieciocho años.

Mi abuelo pasó casi un año en la cárcel en Italia. Nos platicaba que acinados en una celda para diez personas, vivían allí unos dieciocho prisioneros. Mi abuelo tenía diecisiete años. Cada noche entraban los soldados italianos a la celda, escogían a un hombre al azar y lo sacaban afuera del edificio. Acto seguido, se oirían disparos en la noche. El camarada jamás regresaría.

Lágrimas. Pausa. Yo imaginándome lo contado, temblando. Recordando al mismo tiempo el sinfín de maldiciones dichas en italiano que mi abuelo debió haber aprendido en esa cárcel y que había usado toda la vida, entrelazadas con su versión muy particular del serbio/croata que a mí siempre me había sonado demasiado al esloveno, aún y cuando del esloveno que mi abuelo hablaba con su hermano entendía yo muy poco.

Me estremecía al oír la historia. Nuestra historia... la mía.

Cuenta el abuelo que la cárcel le sirvió como una especie de adoctrinamiento político. Junto con los jóvenes, habían sido igualmente encarcelados varios comunistas de la vieja guardia... los viejos, los experimentados, los leídos. Discutían, intercambiaban experiencias, confrontaban posturas... dejaban la discusión para el otro día y luego seguían. Todos los días, todos los largos meses, casi todo ese año.

El hermano mayor de mi abuelo, Dušan, había estudiado hotelería y sabía italiano y alemán. Fue obligado a servir de traductor al interior de la cárcel. Ello le salvó la vida. Al año de encarcelados, los dos hermanos lograron salir de esa cárcel con vida.

La lucha; ésa no la claudicaron. Inmediatamente tras haber sido liberados, se unieron a las brigadas de partisanos en las montañas.

En esos años murió mi bisabuelo por problemas del corazón.

Por allí de 1945, el hermano más pequeño de los Durini, Janek, decidió a sus 15 años unirse a los partisanos y corretear a las tropas alemanas y a las italianas mientras se retiraban de Eslovenia. Fue la pura suerte que sus dos hermanos mayores lo encontraran antes de que todo acabase en una peor tragedia. Pero el entusiasmo de la victoria era incontenible a mediados de ese año.

Mi abuela Ljiljana vivió todos esos años de la ocupación en Belgrado como estudiante de arquitectura. A partir de finales de 1943, decidió participar en algunas reuniones de la resistencia comunista y ya para el '44 se unió a los partisanos en papel de enfermera y ayudante. Nos platicaba de cómo sufrió de la piel a causa del roce del uniforme duro en el cuello y también de cómo le dieron por primera vez una pistola -ya para finales de la guerra, en 1945- para proteger a un camarada herido a quién se quedó a cuidar mientras los otros habían ido por ayuda a uno de los pueblos cercanos en la Serbia central. La pistola, afortunadamente, no tuvo que usarla.

Fue en esa terraza de la costa croata que nos platicaron mis abuelos que se conocieron en una excursión organizada en la única montaña de la planicie de Panonia al norte de Belgrado, Fruška Gora. Y resulta que al terminar la guerra, mi abuelo se unió a una brigada de camaradas que bajo el liderazgo del esloveno Edvard Kardelj decidió mudarse a Belgrado, sede del comité central de la liga comunista de Yugoslavia. Cuenta mi abuela que mi abuelo pesaba algo más de 40 kilos en ése 1946, cuando ella lo vió por primera vez.

Al año, casi todo el grupo de eslovenos volvió a Eslovenia. Mi abuelo se quedó. Para 1948, ya casados, mis abuelos tuvieron a mi papá.

En los últimos años de la guerra, el nuevo gobierno socialista les ”nacionalizó” todos los bienes a las dos familias, quedándose éstas con muy poco (en comparación con lo que tenían antes de la guerra). Sin embargo, los ideales valían mucho más y todos querían desprenderse de la superficialidad burguesa -al menos los jóvenes (o al menos mis abuelos)-. Por otra parte, las generaciones más antiguas se tuvieron que resignar -no sin el categórico uso de violencia por parte del nuevo régimen- que en este ”nuevo mundo” sus pertenencias ya no eran de ellos. La casa en la que creció mi abuela, a las orillas del lago Ohrid, en Macedonia, se volvió museo.

De la noche a la mañana, Dios también ya había dejado de existir. Para una Eslovenia netamente católica y unas Macedonia o Serbia con rasgos ya sea ortodoxos o musulmanes, no era fácil aceptar este nuevo orden de vida en el cuál, si se le oponían, encontrarían tan sólo la muerte o el exilio, ya sea voluntario o no.

Mi abuelo empezó a ascender con gran éxito dentro de la secretaría de relaciones exteriores y a dedicarse cada vez con más esmero a la diplomacia; por su parte, la abuela empezó a trabajar como arquitecto en varias empresas, para finalmente volverse directora de una de las constructoras del país. Al poco tiempo, empezaron a viajar por todo el mundo mandados por el trabajo de mi abuelo. De manera que mi papá y mi tía terminarían la pre-primaria en Italia, la primaria en Argentina, el bachillerato en Belgrado y la carrera, al menos mi papá, en México. Y aquí se acaba de esclarecer el misterio de cómo se conocieron mis padres.

Mi padre estudiaba la carrera de ingeniero mecánico electricista en la Facultad de Ingeniería de la UNAM, cuando en una fiesta -y sufriendo los estragos de la famosa ”novatada” de esta facultad estaba completamente rapado- se atrevió a sacar a mi madre a bailar. Ella se encontraba estudiando la carrera de odontología en la misma UNAM, que aún no se recuperaba de los dolorosos acontecimientos del '68 y que vivía de nuevo los trágicos acontecimientos del '71.
Siete años después, y tras haber estado un año entero separados por el servicio militar de mi papá en el ejército popular yugoslavo (JNA, por sus siglas en serbio/croata), se casaron: dos veces en México y una en Belgrado. Lo anterior suma dos bodas civiles y una religiosa, a la cual mi papá (ateo por herencia) asistió en condición especial de invitado, tomándose el matrimonio como mixto.

La defensa del país (Yugoslavia) era considerada como un honor y deber del ciudadano; es por ello que era obligación acudir, al cumplimiento de la mayoría de edad, al servicio militar durante un año, a prestarse en un cuartel designado en cualquier otra república que no fuera la de nacimiento, muy acorde con las políticas de creación del nuevo nacionalismo yugoslavo. Las historias de los años del ejército formaban parte sustancial del folklore yugoslavo. Las despedidas al ejército resultaban ser las fiestas más memorables de muchos pueblos, cuya duración normalmente excedía los tres días enteros con sus respectivas noches. Existía la creencia que al ingresar al ejército, uno dejaba de ser jóven para volverse hombre por fin. Todo en consonancia absoluta con la milenaria tradición guerrera eslava que se extiende hasta nuestro días.

Muchas habían sido ya las reumas crónicas, esguinces de todo tipo, sinusitis de por vida y demás dolencias que se les quedaban a los hombres como recuerdo de los días de guardia en la nieve -o sin ella- de más de dos meses ininterrumpidos. Las mencionadas guardias consistían en quedarse dos horas en el puesto de vigilancia y posteriormente descansar otras dos recargado sobre una banca inclinada a unos 40 grados sin jamás quitarse el uniforme. Eran las mencionadas dolencias las que les recordaban que en medio de la hostilidad de los oficiales y bromas pesadas de sus mismos compañeros, muchos conocieron el verdadero significado de la amistad y la camaradería.

Cuando este largo año finalmente culminaba y volvían a casa, los "ex"- reclutas se enfrentaban con el terrible hecho que el martirio militar aún no terminaba: al menos una vez por año era preciso acudir un fin de semana a las denominadas ”prácticas de campo” en el batallón designado de su comunidad; esto duraría hasta cumplir los 45 años de edad.

Y mi papá fue gustozo al ejército. Era un gran patriota yugoslavo. Toda una vida de mudanzas, de otras culturas y otros idiomas había generado en él una firme convicción de que viviría en su ciudad natal, Belgrado, en su querido país Yugoslavia y que haría todo lo posible por evitarles a sus hijos una vida del eterno deambular por el mundo y el sentimiento inevitable de ser extranjeros eternos. Como dicen en Serbia, era mejor ser de los nuestros y vivír en lo que nos pertenece.

Este anhelo de mi padre jamás se cumplió y yo toda mi vida fuí "extranjero": "mexicano" en Belgrado y "yugoslavo" en México. Ahora vivo en Alemania, Yugoslavia hace muchísimo que no existe -y menos la de mi papá- y no sé hacia donde me llevará la vida. Orgulloso del crisol de culturas que me atraviesan: principalmente la serbia y la mexicana, me he vuelto una especie de "ciudadano del mundo" que últimamente en lugar de coleccionar nostalgias (generadas tanto por lejanías en el espacio como por las en el tiempo) trata de aprender lo mejor de cada cultura que conoce. Y pienso que cada vez somo más, los "multi-culti" como nos llaman los alemanes y que somos el símbolo de desprecio de cualquier nacionalista xenófobo que se precie de serlo.

Y es que los sentimientos patrióticos son difíciles de explicarse: se me hace un nudo en la garganta al oír ciertas canciones, sobre todo mexicanas o serbias, o ver ciertas imagenes u oler ciertos olores; pero también es un hecho que, educado en el nacionalismo yugoslavo, muy poco me despierta el actual himno serbio (que he escuchado no más de un par de veces en mi vida), o una bandera extraña con un águila biscéfala coronada (en clara simbología monárquica que desapruebo), o las canciones agresivas y xenófobas de los hinchas del Estrella Roja o Partizan o la selección serbia (y mucho menos de los equipos croatas, siendo que pasé en Croacia tres meses de cada uno de mis quince años que viví en Yugoslavia, en la casa de mis abuelos).

En 1999, en una demonstración organizada en le ciudad de México en contra del aniquilamiento masivo llevado a cabo por la OTAN en contra de la entonces República Yugoslavia, marchamos varias organizaciones sociales, la organización México por Yugoslavia, parte de la diáspora serbia y montenegrina en México y ciudadanos que nos quisieron acompañar, del Ángel de la Independencia, pasando por todas las embajadas de la OTAN ubicadas en la colonia Las Lomas de Chapultepec, hasta el lugar simbólico en donde fue eregido un busto de Tito durante una de sus visitas a esta ciudad en la época de lo sesenta. Allí, un grupo perteneciente a la diáspora serbia, cantamos el aún en esos momentos el himno oficial de Yugoslavia: Hej, sloveni, que hace ya una década que nadie cantaba en los territorios de la ex-Yugoslavia y que de alguna manera, todos odiaban por igual (o decían odiar), ya sea por simbolizar la "opresión" del sistema socialista o por que lo heredaron como himno oficial los serbios, cosa nada popular en todas las demás regiones de la ex-Yugoslavia, especialmente en los noventa. Lo increíble fue que me acordaba a la perfección de la letra, aún sin haber cantado el himo por más de diez años.

Al terminar la segunda estrofa y con la garganta cerrada, sentía un río de lagrimas fluír por las mejillas y me sentí orgullosamente yugoslavo, triste ciudadano de un país inexistente pero hermoso, excepcionalmente hermoso.
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2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Hej Druze.
En este texto haces notar claramente que tu nacionalidad fue enteramente "yugoslava".
O sea que con la guerra tu patria, sus simbolos y valores se han extingido, y lo que quedo en lugar de ella no te representa.
Puno Pozdrava
Martin iz La Plate

sábado, septiembre 06, 2008 5:30:00 p.m.  
Blogger Daniel Durini said...

Digamos que en el plano personal, la cuestión de patriotismos se ha vuelto bastante compleja. Sin embargo, en definitiva no me identifico con todo lo que representa la nueva Serbia, que sería el país con el que más me identificaría de los de la ex-Yugoslavia. Entonces, siempre digo que soy tanto el niño y adolescente de Belgrado (que en definitiva es mi ciudad de orígen y con la que más me identifico) como joven y estudiante universitario de la Ciudad de México.

Un abrazo hasta La Plata,

Daniel.

domingo, septiembre 14, 2008 5:59:00 p.m.  

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