La leyenda del hombre serbio joven y débil (hsjd) de Igor Ivanović
Estimados lectores circunstanciales de Eslavos del sur, el día de hoy les traigo la primera de las cuatro partes en las que iré traduciendo el artículo "Legenda o mladom, slabom srpskom čoveku" (La leyenda del hombre serbio joven y débil), autoría de Igor Ivanović, publicado en el portal Nova srpska politička misao en su sección de política cultural.
La pertinencia del texto la juzgará cada quién, el cual me parece singularmente importante para entender la actual cotidianidad serbia. Baste decir que el autor de Eslavos del sur no comparte la totalidad de las opiniones expresadas en el presente artículo.
La pertinencia del texto la juzgará cada quién, el cual me parece singularmente importante para entender la actual cotidianidad serbia. Baste decir que el autor de Eslavos del sur no comparte la totalidad de las opiniones expresadas en el presente artículo.
Que lo disfruten...
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La leyenda del hombre serbio joven y débil
(Parte I)
Igor Ivanović,
17 de Noviembre de 2008
traducido del serbio por Daniel Durini
Todavía recuerdo de mis lecturas de la preparatoria la oración de la obra clásica "Derviš y la muerte" (del escritor Meša Selimović, N. del T.): "... tengo cuarenta años, época fea: el hombre es joven aún como para no tener deseos, y sin embargo es viejo para estarlos haciendo realidad". Durante esos años ochenta me parecía, al igual que a todos los adolescentes, que el tiempo está detenido, de manera que el quinto decenio de nuestras vidas se encuentra separado de nosotros por toda la eternidad. Años después comprendimos algo: con todo y que en aquel entonces pedíamos prestado para comprar algo para el recreo y soñábamos con comprarnos un Fiatito (Fiat 500, N. del T.) usado, éramos los más ricos: ¡sentíamos que toda la vida estaba frente a nosotros! Hoy en día mi generación alcanzó el medio día de su vida y observa de una manera cansada y con miedo el futuro nebuloso, esperando que las estrellitas amarillas europeas lo alumbren del cielo nocturno de su destino. Cuando digo "mi generación", no me refiero, desde luego, de manera precisa a la gente nacida en un año en específico hacia la mitad de los años sesenta, sino a un horizonte generacional más amplio: empezando por aquellos nacidos en el "cincuenta y tantos", quiénes daban su palabra de honor, sentados al lado del fuego en un campamento de verano con todo y su potencial cardio-vascular de serle fieles al régimen y quienes le comunicaban a sus gobernantes que "cuenten con ellos" (referencia a la canción emblemática de Djordje Balašević, "Računajte na nas", N. del T.) y llegando hasta aquellos nacidos en los años inmediatamente anteriores a la muerte del "hijo más grande de nuestros pueblos y minorías nacionales". Su partida, los niños la recordaron como el llanto general: lloraba el cielo, lloraban las montañas y los bosques, lloraban los pájaros, las flores, todo el país, pero con más dolor y con la mayor tristeza lloraba su Serbia. De manera que cuando digo mi generación, pienso más ampliamente, en ese Nuevo Hombre euro-serbio de mi lugar de nacimiento y de mi edad, ese ser base de integraciones europeas; todos los análisis e investigaciones muestran que fue precisamente ese hombre el que defendía a Europa de la manera más enérgica y acabó por crear de ella un Absoluto. Pero, ¿cómo es que de un adolescente infectado de "titísmo" y lleno de deseos de vivir, resulta un adulto euro-fundamentalista que se encuentra en sus años treinta o cuarenta, una vez que se da cuenta de que es ya "bastante viejo" para poder estar haciendo sus deseos realidad?
Mi generación fue educada en el espíritu ateo, yugoslavo y marxista. El rechazo hacia Dios y hacia el cristianismo, el terminar con la tradición monárquica y la del altiplano, al igual que el odio hacia la propiedad privada y toda iniciativa significaba los cimientos ideológicos de la nueva religión que nos fue inculcada. De nosotros se exigió brindarle culto al progreso y al futuro, creer en el nuevo Mesías, ese Hombre proletario internacional, que incontenible avanza hacia el comunismo - la tierra prometida en la que "cada uno trabaja cuanto puede y toma lo que necesita".
En la escuela nos bombardeaban con la historia de la Segunda Guerra Mundial y los partisanos -refiriéndose a aquello como a la herencia trascendental-, la revolución y las actividades misioneras de la vanguardia de la clase trabajadora con cuya aparición se empieza a medir nuestro tiempo. Esta educación ideológica y unilateral, siempre era apoyada por el intento de convencernos que vivíamos en un país rico y feliz cuyas fronteras se extendían hasta donde alcanzaba la hermandad y la unidad y en el que el hombre libre tenía todo en sus manos. De nosotros se exigía únicamente el terminar la escuela y no pensar en nada más - la sociedad está allí para encargarse de todo. Nosotros somos la juventud de las celebraciones masivas de los cumpleaños de Tito en los estadios olímpicos, a la que se le enseñaba que en todo tiene razón a priori tan sólo por ser joven y porque en sus manos quedarán el mundo y el país. Cuando algún día busquemos trabajo, es necesario encontrar una compañía en la que "no se trabaje, pero en la que los sueldos sean altos". Entonces solamente aquellos elegidos, los que muestren los mejores resultados y los que por esta razón se vuelvan miembros del Partido (comunista), podrán administrar (lo que no nos dijeron, pero lo que sabíamos claramente, era que el director de nuestra empresa ¡sería montenegrino!). De la mayoría restante se exigía tan sólo una fe inquebrantable en las herencias de la lucha de liberación nacional y la autogestión socialista. ¿Por qué querría alguien saltar del tren que corre hacia la Utopía educada?
Mi generación no aceptó en su totalidad este tipo de educación ideológica a diferencia de la generación de nuestros padres, como tampoco mostró cerrazón hacia la educación alternativa. Sentíamos de alguna manera que el mantra que nos presentaban constantemente, repitiendo frases patéticas, no era sincero. Huíamos de su peso falso, forzado. Y así, como normalmente sucede, las respuestas las buscábamos en el otro lado, más encantador y vivo del mundo. De esta manera, viviendo como si estuviéramos levitando encima de nuestra propia tierra, en el descanso momentáneo del conflicto entre el Oriente y el Occidente, nos volvimos adoradores y consumidores de la cultura occidental popular y adictiva. Coleccionábamos las latas vacías de "Coca-Cola" y cajetillas duras de "Marlboro", pegábamos en las paredes pósters de los Rolling Stones y de los Sex Pistols, nos agolpábamos en los trenes viajando hasta Trieste por conseguir allí pantalones de mezclilla "Levi's" o tenis "Converse All-Star", en los salones leíamos en secreto las tiras cómicas de "Zagor" y de "Alan Ford", nos empujábamos en las filas para comprar boletos para ver la película "Vaselina" y le íbamos a aquel equipo famoso de Liverpool: Kiegen-Toshak- McDermot. Cuando hoy en día reflexiono sobre eso, pienso que es completamente humano que mi generación, rechazando el mito patético de los partisanos, de acuerdo con nuestra edad en aquel entonces y en el espíritu de los tiempos, aceptó un mito nuevo, moderno: el mito acerca del Occidente como el reino de la libertad y del megamercado gigantesco y luminoso. Sin entender que levitamos a través del suave vacío histórico, y que semejante división geopolítica podía suceder solamente una Vez y tan sólo en ese Entonces, y adaptándonos, a causa de una vida mejor, a la hipocresía generalizada incrustada en el culto poltrónico al yugoslavo falso, al falso hombre de izquierda y al falso cerrajero, de manera definitiva dejamos pasar la oportunidad de acercarnos a los cimientos y de manera profunda a los valores originales del Occidente. Sin valor y sin ganas de encontrarse con ese pensamiento hegemónico heredado de Goethe y Hegel, alrededor del cual se concentró el mundo moderno occidental pensante, mi generación nadaba por la superficie de la vida del mundo occidental. Competíamos en el número de veces en las que cada uno viajaba al mar durante las vacaciones de verano y quién viajaría más al Occidente para ir de shopping. Durante mucho tiempo tuvimos la cabeza metida en la arena, como avestruces, mientras cultivábamos la ilusión de bienestar durante aquellos "años ochenta de oro" no-históricos, en los que perdimos para siempre nuestra propia historia en el remolino del gran tiempo mundial. Sin Dios y subyugados por el materialismo de la manera más banal, no teníamos fuerzas para enfrentar ni al Jesús histórico, ni mucho menos al Cristo de la religión.
Pero nosotros, al igual que todos los adolescentes del mundo, veíamos ejemplos de vida en nuestros padres. Ellos vivían de una manera simple y callaban. El sistema los arrancó, de la noche a la mañana, de la tierra oscura del campo y de la realidad de callos en las manos y los llevó a los rascacielos calurosos de la ciudad. Les dio un buen sueldo por muy poco trabajo y les ofreció seguridad. En cambio, les fue pedido tan sólo que olvidasen quiénes son, qué son y de dónde vienen. El precio real de esta auto traición a cambio de una ilusión de una vida mejor pagará mi generación en los " oscuros noventa". Cuando hoy en día le preguntamos a nuestros padres cómo pudieron aceptar semejantes mentiras y deshacerse de su religión y su tradición a cambio de viajar al extranjero sin necesidad de visas y despensas otorgadas por los sindicatos, al principio tan sólo guardan silencio y miran la tierra, para después, con la cabeza baja, decir entre dientes "qué sé yo, así se vivía... así eran, quizá, los tiempos". Y esos tiempos, o más precisamente su espíritu malvado y atractivo los expresó de la manera más pérfida la Constitución de 1974, la culpable de todas las guerras posteriores y de nuestras derrotas. En contra de la Constitución se levantaron tan sólo algunos intelectuales, con el Prof. Djurić a la cabeza, mientras que nuestros padres estaban demasiado ocupados buscando material barato para construirse casas del campo. Un decenio y medio más tarde el destino les jugó una muy mala jugada. Atravesando la catársis camino de regreso a sus raíces, dieron luz al régimen sátrapa de Slobodan Milošević. Tras toda una vida en el miedo sordomudo y al cobijo de la gran mentira y con el descubrimiento de su propia vergüenza de haber elegido de manera voluntaria corromperse por el sistema, al final de los ochenta les reventó la úlcera del alma. En ese momento desearon acalambradamente volverse a mudar al interior de su propia historia. Nosotros nos quedamos tan sólo en su portón de entrada.
Pero, ¿qué otra cosa podíamos haber hecho? Tras toda una infancia vivida bajo la campana de cristal de la educación de izquierda para débiles, después de la juventud gastada en ideales falsos y alternativas superficiales, después del tiempo perdido irremediablemente en la armonía forzada y tras esperar en las plataformas secundarias de nuestra propia historia - ¿de dónde esperábamos sacar el valor para enfrentar los nuevos tiempos, desbocadamente desafiantes e impredeciblemente difíciles? Mientras crecíamos, nadie nos platicó que la vida era una lucha continua y ruda y que su fundamento no se encuentra en el objetivo último, sino en las luchas que se encuentran a lo largo del camino por alcanzarlo. Nadie nos enseñó que la riqueza no cae del cielo, sino que se crea con el sudor de la propia cara; de nosotros nadie pedía la disposición hacia el autosacrificio, sino que nos cultivaban el impulso hacia la vida fácil de ser mantenidos. Veíamos las milpas y las propiedades familiares abandonadas y les hacíamos caso a los consejos de huír de toda iniciativa privada como el diablo a la cruz, ya que tan sólo "un empleo estatal es un empleo seguro" y que "todo puede caer en ruinas menos el país". Un decenio más tarde, el destino nos hizo jugar el papel del que regresa a su propia historia precisamente sobre los restos destruidos y quemados de ese mismo ¡país "indestructible"!.
Continuará...
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En la escuela nos bombardeaban con la historia de la Segunda Guerra Mundial y los partisanos -refiriéndose a aquello como a la herencia trascendental-, la revolución y las actividades misioneras de la vanguardia de la clase trabajadora con cuya aparición se empieza a medir nuestro tiempo. Esta educación ideológica y unilateral, siempre era apoyada por el intento de convencernos que vivíamos en un país rico y feliz cuyas fronteras se extendían hasta donde alcanzaba la hermandad y la unidad y en el que el hombre libre tenía todo en sus manos. De nosotros se exigía únicamente el terminar la escuela y no pensar en nada más - la sociedad está allí para encargarse de todo. Nosotros somos la juventud de las celebraciones masivas de los cumpleaños de Tito en los estadios olímpicos, a la que se le enseñaba que en todo tiene razón a priori tan sólo por ser joven y porque en sus manos quedarán el mundo y el país. Cuando algún día busquemos trabajo, es necesario encontrar una compañía en la que "no se trabaje, pero en la que los sueldos sean altos". Entonces solamente aquellos elegidos, los que muestren los mejores resultados y los que por esta razón se vuelvan miembros del Partido (comunista), podrán administrar (lo que no nos dijeron, pero lo que sabíamos claramente, era que el director de nuestra empresa ¡sería montenegrino!). De la mayoría restante se exigía tan sólo una fe inquebrantable en las herencias de la lucha de liberación nacional y la autogestión socialista. ¿Por qué querría alguien saltar del tren que corre hacia la Utopía educada?
Mi generación no aceptó en su totalidad este tipo de educación ideológica a diferencia de la generación de nuestros padres, como tampoco mostró cerrazón hacia la educación alternativa. Sentíamos de alguna manera que el mantra que nos presentaban constantemente, repitiendo frases patéticas, no era sincero. Huíamos de su peso falso, forzado. Y así, como normalmente sucede, las respuestas las buscábamos en el otro lado, más encantador y vivo del mundo. De esta manera, viviendo como si estuviéramos levitando encima de nuestra propia tierra, en el descanso momentáneo del conflicto entre el Oriente y el Occidente, nos volvimos adoradores y consumidores de la cultura occidental popular y adictiva. Coleccionábamos las latas vacías de "Coca-Cola" y cajetillas duras de "Marlboro", pegábamos en las paredes pósters de los Rolling Stones y de los Sex Pistols, nos agolpábamos en los trenes viajando hasta Trieste por conseguir allí pantalones de mezclilla "Levi's" o tenis "Converse All-Star", en los salones leíamos en secreto las tiras cómicas de "Zagor" y de "Alan Ford", nos empujábamos en las filas para comprar boletos para ver la película "Vaselina" y le íbamos a aquel equipo famoso de Liverpool: Kiegen-Toshak- McDermot. Cuando hoy en día reflexiono sobre eso, pienso que es completamente humano que mi generación, rechazando el mito patético de los partisanos, de acuerdo con nuestra edad en aquel entonces y en el espíritu de los tiempos, aceptó un mito nuevo, moderno: el mito acerca del Occidente como el reino de la libertad y del megamercado gigantesco y luminoso. Sin entender que levitamos a través del suave vacío histórico, y que semejante división geopolítica podía suceder solamente una Vez y tan sólo en ese Entonces, y adaptándonos, a causa de una vida mejor, a la hipocresía generalizada incrustada en el culto poltrónico al yugoslavo falso, al falso hombre de izquierda y al falso cerrajero, de manera definitiva dejamos pasar la oportunidad de acercarnos a los cimientos y de manera profunda a los valores originales del Occidente. Sin valor y sin ganas de encontrarse con ese pensamiento hegemónico heredado de Goethe y Hegel, alrededor del cual se concentró el mundo moderno occidental pensante, mi generación nadaba por la superficie de la vida del mundo occidental. Competíamos en el número de veces en las que cada uno viajaba al mar durante las vacaciones de verano y quién viajaría más al Occidente para ir de shopping. Durante mucho tiempo tuvimos la cabeza metida en la arena, como avestruces, mientras cultivábamos la ilusión de bienestar durante aquellos "años ochenta de oro" no-históricos, en los que perdimos para siempre nuestra propia historia en el remolino del gran tiempo mundial. Sin Dios y subyugados por el materialismo de la manera más banal, no teníamos fuerzas para enfrentar ni al Jesús histórico, ni mucho menos al Cristo de la religión.
Pero nosotros, al igual que todos los adolescentes del mundo, veíamos ejemplos de vida en nuestros padres. Ellos vivían de una manera simple y callaban. El sistema los arrancó, de la noche a la mañana, de la tierra oscura del campo y de la realidad de callos en las manos y los llevó a los rascacielos calurosos de la ciudad. Les dio un buen sueldo por muy poco trabajo y les ofreció seguridad. En cambio, les fue pedido tan sólo que olvidasen quiénes son, qué son y de dónde vienen. El precio real de esta auto traición a cambio de una ilusión de una vida mejor pagará mi generación en los " oscuros noventa". Cuando hoy en día le preguntamos a nuestros padres cómo pudieron aceptar semejantes mentiras y deshacerse de su religión y su tradición a cambio de viajar al extranjero sin necesidad de visas y despensas otorgadas por los sindicatos, al principio tan sólo guardan silencio y miran la tierra, para después, con la cabeza baja, decir entre dientes "qué sé yo, así se vivía... así eran, quizá, los tiempos". Y esos tiempos, o más precisamente su espíritu malvado y atractivo los expresó de la manera más pérfida la Constitución de 1974, la culpable de todas las guerras posteriores y de nuestras derrotas. En contra de la Constitución se levantaron tan sólo algunos intelectuales, con el Prof. Djurić a la cabeza, mientras que nuestros padres estaban demasiado ocupados buscando material barato para construirse casas del campo. Un decenio y medio más tarde el destino les jugó una muy mala jugada. Atravesando la catársis camino de regreso a sus raíces, dieron luz al régimen sátrapa de Slobodan Milošević. Tras toda una vida en el miedo sordomudo y al cobijo de la gran mentira y con el descubrimiento de su propia vergüenza de haber elegido de manera voluntaria corromperse por el sistema, al final de los ochenta les reventó la úlcera del alma. En ese momento desearon acalambradamente volverse a mudar al interior de su propia historia. Nosotros nos quedamos tan sólo en su portón de entrada.
Pero, ¿qué otra cosa podíamos haber hecho? Tras toda una infancia vivida bajo la campana de cristal de la educación de izquierda para débiles, después de la juventud gastada en ideales falsos y alternativas superficiales, después del tiempo perdido irremediablemente en la armonía forzada y tras esperar en las plataformas secundarias de nuestra propia historia - ¿de dónde esperábamos sacar el valor para enfrentar los nuevos tiempos, desbocadamente desafiantes e impredeciblemente difíciles? Mientras crecíamos, nadie nos platicó que la vida era una lucha continua y ruda y que su fundamento no se encuentra en el objetivo último, sino en las luchas que se encuentran a lo largo del camino por alcanzarlo. Nadie nos enseñó que la riqueza no cae del cielo, sino que se crea con el sudor de la propia cara; de nosotros nadie pedía la disposición hacia el autosacrificio, sino que nos cultivaban el impulso hacia la vida fácil de ser mantenidos. Veíamos las milpas y las propiedades familiares abandonadas y les hacíamos caso a los consejos de huír de toda iniciativa privada como el diablo a la cruz, ya que tan sólo "un empleo estatal es un empleo seguro" y que "todo puede caer en ruinas menos el país". Un decenio más tarde, el destino nos hizo jugar el papel del que regresa a su propia historia precisamente sobre los restos destruidos y quemados de ese mismo ¡país "indestructible"!.
Continuará...
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Etiquetas: análisis, Igor Ivanovic, parte I, política cultural, Serbia
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