La adolecencia, la realidad citadina y el ambiente social que se vivía en las calles de Belgrado a finales de los ochenta e inicio de los noventa
Desde el quinto de primaria habíamos ya pasado al segundo de los dos edificios que constituían nuestra escuela primaria. Este último se hallaba justo frente a la entrada del edificio en el que vivía en esa época, de manera que me despertaba junto con el primer timbre que anunciaba los últimos diez minutos faltantes para el inicio de la primera clase de cada mañana: las 7:50 en punto.
Cambiamos de edificio y con ello, de horario de clases. A todos los alumnos de quinto a octavo años de nuestra primaria nos dividieron en dos grandes grupos: los años pares y los años nones. Cada uno de estos dos grupos conformaría uno de los dos turnos que existían: el matutino y el vespertino, intercambiándose éstos cada semana. El turno matutino comenzaba a las ocho de la mañana y terminaba a la una y cuarto de la tarde. El turno vespertino iniciaba a las 14 horas y terminaba en punto de las siete y cuarto de la noche.
A inicios de junio de ese 1989 y a mis casi trece años de edad, finalmente me armé de valor. Era un jueves. Las siete y media de la noche (poco después de la hora de salida). La esperé y la acompañé hasta su edificio, a exactamente cuatro calles de distancia de la escuela.
Todo el camino no me podía concentrar. Me sudaban las manos y el corazón parecía que estaba a punto de explotar. Estaba a un paso de volverme loco. Finalmente, decidí aventarme al vacío.
- Milena, tengo algo que decirte.
- Si, dime.
- Es que no sé como hacerlo.
- Pues, es sencillo. Dilo y ya.
Su voz temblaba por alguna extraña razón. Su cara se ruborizaba bajo sus grandes anteojos. No entendía yo por qué sufría ella semejantes cambios. ¿Acaso?...
- Mira, yo sé que esto puede, este, sonar ridículo...
- ¿Qué?, dílo.
- ¿Quisieras andar conmigo?
***
De nuevo estabamos en octubre. Las intensas lluvias le abrían poco a poco el paso al característico olor a nieve en el aire. Los días eran cada vez más cortos. Mi reloj marcaba las siete y media de la noche, el parquecito se encontraba ya iluminado por las enormes lámparas de alumbramiento público. Estaba sentado junto con Ivan, Nikola y la demás banda que conocía desde el primero de primaria e incluso desde antes, en la misma banca en la que nos sentábamos casi todos los días desde entonces. Íbamos en séptimo año.
Repentinamente se nos unió Nedić, otro compañero de la primaria al que aún recuerdo tan sólo por el apellido. Miloš, sentado en la banca con los pies abiertos, había creado un verdadero charco impresionante con su saliva en el piso. Algunos otros intentaban competir con sus habilidades hidráulicas sin mayor éxito. De la nada, le preguntó a Nedić:
- ¿Estás seguro de lo que quieres hacer después de la primaria?
- Y a mí ¿quién me pregunta?. Soy hijo de un pop (sacerdote). He de ser uno también. Tradición familiar. En septiembre me inscribiré al seminario.
Por mi parte, en aquel entonces aún no lo podía imaginar con la barba y el cabello largo, todo vestido de negro y dando liturgias. En esos tiempos, eso todavía era algo fuera de lo común.
Con mi madre había visitado en varias ocasiones la catedral de Belgrado. Tenía un olor muy fuerte a incienso y parafina. A la entrada era preciso prender dos velas y colocarlas en una especie de charolas situadas una encima de la otra. La de arriba era para los vivos y la de abajo para los muertos. Al ingresar, se divisaba el altar y una cantidad impresionante de frescos e íconos en las paredes. Aún me siguen impresionando los maravillosos vitrales que adornan sus ventanas. El pop (sacerdote) cantaba la mayoría de la liturgia sin acompañamiento alguno. No había bancas en el interior, de manera que los creyentes permanecían de pie a lo largo de todo el servicio. Se prendía copal y el sacerdota decía un sermón entre canto y canto. Esto le daba un matiz por demás serio y espiritual al evento.
La charla seguía.
- Y a tí, ¿cómo te fue con Milena?
- Pues, bien. Dos días después de haberle llegado, aceptó ser mi novia. Me la pasé un mes entero sin poderme atrever a darle un beso. Y todos ustedes insistiendo. Finalmente, en la fiesta de Sandra. ¡Qué obvios se vieron! Mira que dejarla encerrada afuera en el balcón. Aleksandar finalmente me convenció que lo tenía que hacer. Salí y le dije muy sinceramente que todo el mundo considera que la tenía que besar y que no sabía qué hacer. Se volteó, me miró con sus grandes ojos azules, me tomó de la mano y lo hicimos. La escena al regresar a la sala fue lo más difícil. Todos nos estaban viendo como atracción de circo. Puedo decir que le gustó.
- ¿Y luego?
- Y luego nada. Un día estábamos en su casa. No había nadie. No me atrevía a tocarla. Después de un rato de ver MTV en el nuevo canal tres de la tele (que chido que se anden pirateando la señal), me atreví. Repentinamente me voltée y la abracé. Le pregunté si podía volver a darle otro beso. Me respondió que mejor no, porque sentía que todo le daba vueltas cuando lo hacía y que era demasiado intenso.
- ¡No!
- Sí. A los dos minutos nos lo volvimos a dar y no separamos nuestras bocas y lenguas como por media hora. Fue la primera vez que le tocaba los senos desnudos a una chava. Me sentía soñado, aunque pasé por una crisis la siguiente semana. Además de que me dio un dolor indescriptible en el estómago bajo y acabé en el hospital, me sentía un depravado sexual. Ahora ya me calmé, el dolor se esfumó milagrosamente. Nadie supo qué era.
- ¿Y ella?
- Pues, nos fuimos de vacaciones los dos, cada quién por su lado. Yo a casa de mis abuelo a Dalmacia y ella a visitar a su papá a Francia. Apenas la vi ahora en septiembre, pero me aburrió y no le hablo.
***
Los días pasaban y con ellos el invierno. Se armó un escándalo en la escuela por las ”palomas” y demás artefactos pirotécnicos cuya venta era oficialmente prohibida, pero que se podían conseguir sin mayor esfuerzo en casi todos lados. Nosotros los comprábamos en el mercado de Zeleni Venac. Resulta que le explotó uno en la chamarra a una chava de sexto y casi la mata. Todos fuímos investigados.
Por otra parte, mis amigas Tijana, Liza y Milica se empezaban a maquillar. Todo el mundo se empezaba a quedar cada vez más tiempo en el parquecito.
Me asombraba el hecho de que uno de los cuates con el que solía andar en bici de niños, se había vuelto el peor gandalla de la escuela. Le pedía dinero a todo el mundo y se peleaba por todo. Dicen que hasta había ya navajeado a alguien. A mí me platicaba que su sueño era volverse fighter, que anhelaba que cuando se mencionara su nombre, todo Belgrado se pusiera a temblar. Le decían Cvele y era mejor estar en buenos términos con él. Dicen que pasó unos tres años en la cárcel. Triste.
La crisis económica era ya más que evidente y cada día menos soportable. La moneda ya había sido devaluada en varias ocasiones. Los créditos otorgados por el Occidente y con ellos la deuda externa abarcaban cifras tan grandes que era ya ridículo siquiera intentar expresarlas. La vida se volvía cada día más difícil de sobrellevar. Se empezaban a escuchar por doquier comentarios acerca de la insostenibilidad del hecho que por cuestiones de un sistema (el socialista) cuya efectividad quedaba en entredicho, el pueblo entero tuviera que pasar hambre, sobre todo si profesionistas preparados y aptos para abrirse camino sobraban. Profesores de universidad manejando taxis, ingenieros vendiendo periódico viejo, dentistas dedicados a vender fresas en los mercados... Estos comentarios venían, como era de esperarse, principalmente de los llamados gastarbeiter (trabajadores invitados, en su traducción del alemán) que pasaban largas temporadas laborando en el extranjero, dominantemente en Alemania e Italia y sus familiares que, viviéndo aún en yugoslavia, se beneficiaban de sus obligatorias visitas a la familia. Muchos constataban la cada vez más creciente falta de ambición profesional por parte de los empleados. Los horarios de trabajo se respetaban cada vez menos y parecía que la nación entera había decidido dejar de producir.
Al poco tiempo, se mudaba nuestra familia a un departamento más grande ubicado en Nuevo Belgrado, intercambiado por el departamento del centro y una cantidad de dinero adicional. Nuestro nuevo hogar representaba prácticamente el doble en espacio del anterior y se encontraba en el octavo y último piso de uno de los edificios del llamado bloque habitacional 70-A. El bloque contaba con una veintena de multifamiliares idénticos, refugios nucleares y canchas para jugar baloncesto en medios de éstos. El paisaje lo adornaban, además, una cantidad enorme de pequeños locales en las plantas bajas de los edificios, que pronto serían ocupados por tiendas de abarrotes, panaderías, tintorerías, peluquerías...
Hice nuevas amistades en el bloque, aunque seguía yendo a mi antigua escuela en el centro y visitaba periódicamente el afamado parquecito. Fue una época rara. Al igual que la banda del parquecito se había ya bautizado como los que salen junto al Palace (hotel ubicado en una esquina del parque), así mis nuevos amigos se denominaban los Bronx Warriors, 70-A. Todo el bloque multifamiliar se encontraba grafiteado con tal nombre en una especie de delimitación de territorios. Era bueno conocerlos, sobre todo si se sabía que su pasatiempo favorito era tomar coches ”prestados” de los estacionamientos. Al menos el Golf '83 de mi papá no corría peligro en aquella época.
Un día estaba platicando con Alek, un vecino de catorce años. Me estaba platicando que había descubierto que si se brincaba lo suficientemente fuerte en el techo de un Mercedes Benz, automáticamente se le abrían las cuatro puertas. En eso, de la nada se paró un carro a un costado nuestro, rechinando llantas. De éste salió un señor de rostro enojado y de buenas a primeras le dio dos bofetadas a mi amigo. Estaba atónito. El sujeto se identificó como inspector de policía. Me tomó los datos, trepó a Alek al vehículo y se lo llevó. Llegué a casa en shock sintiéndome como un verdadero criminal, sin haber hecho absolutamente nada para merecerlo.
Al día siguiente me enteré que el inspector era el tío de Alek y que a éste lo habían tomado preso una noche antes en coche robado y sin licencia corriendo a exceso de velocidad por las calles más transitadas de la capital yugoslava. De la cárcel lo sacaron pagando una caución, pero el tío se acababa de enterar de lo ocurrido.
Una de las enormes ventajas del nuevo departamento era el que se encontraba a escasos metros de la orilla del río Sava, cruzando el cual se llegaba al balneario natural más grande de Belgrado llamado Ada Ciganlija. Éste era una especie de lago que formaba el río tras una isla. Fue aquí donde pasé el verano de 1991, cuando ya se había vuelto imposible visitar a mis abuelos en la costa dálmata.
***
Durante los años inmediatamente posteriores a ese 1989, y sobre todo en 1990 y el 1991, me encontraba en plena búsqueda de identidad propia. Nunca olvidaré el día cuando llegó Miloš por primera vez a la escuela todo rapado. Hablaba de grupos como los Sex Pistols y las botas Dr. Marten’s. Al principio, todo ello se me hacía extraño. Muy pronto, sin embargo, adoptaría muchos de los valores que caracterizaban al punk belgradense.
Un día me prestaron una grabación pirata -cabe mencionar que era un sello peculiar el que todas las grabaciones de punk o de hard o grind core fueran de ínfima calidad- de los Ramones y un grupo local de nombre NBG. Tenía ya catorce años. Me encantó el ritmo del todo acelerado y la visión de llevar lo urbano y proletario en el vestir y vivir a las últimas consecuencias. Varios meses después estábamos todos los del parquecíto vestidos más o menos igual. Con camisas a cuadros, aretes, botas Dr. Marten's o tenis Converse All Star, tirantes a los costados, playeras de grupos de punk y sin hacer casi nada, todas las noches sentados en las mismas bancas en el mismo parquecito.
Era casi imposible conseguir botas Dr. Marten’s en Belgrado, de manera que todo el mundo ahorraba y en cuanto se sabía de alguien que iría al extranjero se las encargaban. De hecho, mis primeros zapatos Dr. Marten's me los compraron apenas llegando a la ciudad de México en 1992, en respuesta a un deseo mío jamás cumplido belgradense. Por otro lado, los tenis Converse y las chamarras Spit Fire de pilotos ingleses se podían conseguir en tiendas especializadas para extranjeros llamadas Komision, que posteriormente, ya en 1991, abrieron sus puertas al público en general.
Ya en octavo de primaria, todo el mundo fumaba. O casi todo el mundo; creo que yo fuí uno de los únicos que no sucumbió ante este vicio. Un día los sorprendió la mamá de Vlada en plena fumadera. Los regañó a todos y se lo llevó arrastrando a la casa. El día siguiente, todo pálido y nervioso, Vlada narraba como lo habían obligado a fumarse la cajetilla entera en la presencia de sus padres. Juraba no volver a probar un cigarro nunca más en su vida. Todos rieron sabiendo que en media hora estaría con otro cigarro en la boca ya que éste representaba parte fundamental de su estilo de vida.
El volverse punks nos definía como personas (o eso creíamos). Era interesante caminar por Belgrado, ver a alguien en la calle y saber solamente por su forma de vestir, qué tipo de música oía o a donde salía y si era amigo o no. Muchas peleas se suscitaban a diario entre metaleros, punketos, chavos rockabilly o skinheads únicamente por la vestimenta y estilo de cada quién. Pasar por los lugares de heavy metal vestido como lo solíamos hacer en el parquecito era equivalente al suicidio.
Las peleas se daban incluso por puro ocio. Un día sin nada que hacer en el parquecito del Palace, Nikola sugirió quitarle el dinero a un chavo que iba pasando. Así se hizo. Otro día, me platicaron algunos que iban caminando por Kalemegdan y se les ocurrió dispararle a una pareja con una pistola de diábolos con gas. Por pura diversión...
Sin embargo, el joven al que asaltaron de igual manera tenía a sus cuates que otro día llegaron armados con bats y cuchillos y con sed de venganza; tampoco la pareja, víctima del disparo, que vivía en Dorćol -el barrio más famoso por peleas en Belgrado- se iba a quedar de brazos cruzados y de igual manera hubo enfrentamientos. De repente resultaba que medio Belgrado nos quería golpear. Era bastante frustrante.
Un día, Dejan llegó huyendo de otra pandilla. Cuando nos vieron a los quince pelones pararnos de las bancas, nos observaron por unos instantes desde la otra acera y salieron despavoridos. Dejan se tocaba la cabeza de la cuál le escurría sangre. Al preguntarle cómo pasó, me respondió que no sabía: no había tenido tiempo para el dolor.
También existían los hippies que no se metían con nadie; ah, y la llamada gente "normal", desde nuestra percepción normalmente pedante y de nariz alzada. Todos formando parte de este circo en el que se había convertido la urbe de dos millones de habitantes.
Sin embargo, independientemente del grupo de jóvenes al que se pertenecía, todo el mundo le prestaba demasiada atención a la vestimenta, que si era de marca o no, si era extranjera o nacional...
***
En una ocasión, me invitaron al partido de futbol más esperado de la temporada. Jugaban el Estrella Roja contra el Partizan; se trataba pues, de un ”clásico” belgradense. Junto con la mayoría de mis amigos, le iba yo al Partizan, que portaba los colores blanco y negro y cuya porra se auto nombraba los sepultureros en contraste a la porra rojiblanca del Estrella Roja llamada los gitanos en los tiempos de mi papá o delije, nombre que describe a los galanes valientes, héroes de la épica popular, en la actualidad.
Llegamos al estadio del Estrella Roja, el más grande de Serbia al que todo el mundo conocía como el Maracaná yugoslavo, en tren desde Nuevo Belgrado y justo a tiempo. Las gradas detrás de las porterías no tenían sillas, eran el norte y el sur. Aquí se concentraban las dos porras ”bravas”. A los lados de las canchas, que eran el este y el oeste, ingresaba el público en general y contaban estas gradas del estadio con butacas normales para tal ocasión.
Las porras de ambos equipos consistían en cánticos extensos que siempre terminaban con la parte en la que todo el mundo empezaba a gritar ”every go” y entre gritos y empujones los de hasta arriba empezaban a bajar y viceversa generándose un verdadero caos: un slam. Tambores de todo tipo y cortinas de humo de colores -producidas por bengalas o bombas de humo que se metían de contrabando- creaban un ambiente inolvidable en cada juego. Era apasionante, aunque también peligroso.
Ese preciso partido, los ánimos estaban por demás candentes por la última derrota del Partizan. Toda la porra empezaba a gritar que iba a destruir el estadio. El juego ya había empezado. Los mismos jugadores se acercaban a calmar a sus seguidores. Nada servía. Repentinamente me dí cuenta que unos hombres debajo de mí tenían en sus manos una enorme viga con la que tumbaban pedazos de concreto de las gradas que posteriormente serían lanzadas a la cancha. El presidente del club intentó calmar de nueva cuenta a esta porra que se hallaba ya fuera de sí.
Decía que si no se calmaban los tendrían que sacar del estadio por la fuerza. Nadie le prestaba atención.
Como al minuto cuarenta del primer tiempo, veía que muchos policías antimotines se aproximaban por todos los accesos. No entendía qué sucedía. De la nada se dejó oír un silbatazo. Iniciaba la persecución, los golpes, macanazos... Me ví atrapado justo entre los policías y la masa que corría sin cabeza a esconderse a donde pudiera. Me invadió el pánico. Estaba tomado de la chamarra de Damijan y no la iba a soltar por nada de este mundo, ni siquiera por sus gritos e indicaciones que lo estaba ahorcando. Logramos llegar a uno de los túneles que nos llevarían a la salida. En la mera puerta se encontraban unos cuatro policías por demás exaltados. Uno estaba sangrando y a la vez lanzando golpes por doquier. Le empecé a gritar que no le iba a hacer nada, que solamente me dejara pasar. Asintió. Me lancé a la salida y justo cuando pensé que había logrado mi objetivo, sentí un golpe indescriptible en la espalda. Recordaba la anécdota de no tener tiempo para el dolor.
Llovía. Al salir corriendo, me enfrasqué en el lodo. Le comenté a Borko, que de alguna manera se encontró al lado mío en ese momento, que por lo menos ya habíamos librado lo peor. Volteó señalándome hacia una masa multiforme de gente que venía corriendo a un costado del estadio con cadenas, botellas rotas y todo tipo de palos. ”Aún no cantes victoria”, dijo. Únicamente pude distinguir el mayoritario color rojiblanco y gritos y porras del Estrella Roja en aquella multitud.
Corrí como nunca en mi corta vida. Me deshice de la bufanda blanco y negro del Partizan y las demás insignias. Llegamos al tren antes que nadie del bloque. En media hora estaba ya en casa, hablándoles a mis padres por teléfono. Estaban en casa de mi tía, a escasos veinte minutos de nuestro departamento, también en Nuevo Belgrado.
”Estoy bien. No pasó nada grave.”
Iniciaba el noticiero.
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«« Hacia El desmoronamiento del socialismo "real" en la URSS y su transformación en China y la comparación de ambos con el desmoronamiento de la Yugoslavia socialista
Cambiamos de edificio y con ello, de horario de clases. A todos los alumnos de quinto a octavo años de nuestra primaria nos dividieron en dos grandes grupos: los años pares y los años nones. Cada uno de estos dos grupos conformaría uno de los dos turnos que existían: el matutino y el vespertino, intercambiándose éstos cada semana. El turno matutino comenzaba a las ocho de la mañana y terminaba a la una y cuarto de la tarde. El turno vespertino iniciaba a las 14 horas y terminaba en punto de las siete y cuarto de la noche.
A inicios de junio de ese 1989 y a mis casi trece años de edad, finalmente me armé de valor. Era un jueves. Las siete y media de la noche (poco después de la hora de salida). La esperé y la acompañé hasta su edificio, a exactamente cuatro calles de distancia de la escuela.
Todo el camino no me podía concentrar. Me sudaban las manos y el corazón parecía que estaba a punto de explotar. Estaba a un paso de volverme loco. Finalmente, decidí aventarme al vacío.
- Milena, tengo algo que decirte.
- Si, dime.
- Es que no sé como hacerlo.
- Pues, es sencillo. Dilo y ya.
Su voz temblaba por alguna extraña razón. Su cara se ruborizaba bajo sus grandes anteojos. No entendía yo por qué sufría ella semejantes cambios. ¿Acaso?...
- Mira, yo sé que esto puede, este, sonar ridículo...
- ¿Qué?, dílo.
- ¿Quisieras andar conmigo?
***
De nuevo estabamos en octubre. Las intensas lluvias le abrían poco a poco el paso al característico olor a nieve en el aire. Los días eran cada vez más cortos. Mi reloj marcaba las siete y media de la noche, el parquecito se encontraba ya iluminado por las enormes lámparas de alumbramiento público. Estaba sentado junto con Ivan, Nikola y la demás banda que conocía desde el primero de primaria e incluso desde antes, en la misma banca en la que nos sentábamos casi todos los días desde entonces. Íbamos en séptimo año.
Repentinamente se nos unió Nedić, otro compañero de la primaria al que aún recuerdo tan sólo por el apellido. Miloš, sentado en la banca con los pies abiertos, había creado un verdadero charco impresionante con su saliva en el piso. Algunos otros intentaban competir con sus habilidades hidráulicas sin mayor éxito. De la nada, le preguntó a Nedić:
- ¿Estás seguro de lo que quieres hacer después de la primaria?
- Y a mí ¿quién me pregunta?. Soy hijo de un pop (sacerdote). He de ser uno también. Tradición familiar. En septiembre me inscribiré al seminario.
Por mi parte, en aquel entonces aún no lo podía imaginar con la barba y el cabello largo, todo vestido de negro y dando liturgias. En esos tiempos, eso todavía era algo fuera de lo común.
Con mi madre había visitado en varias ocasiones la catedral de Belgrado. Tenía un olor muy fuerte a incienso y parafina. A la entrada era preciso prender dos velas y colocarlas en una especie de charolas situadas una encima de la otra. La de arriba era para los vivos y la de abajo para los muertos. Al ingresar, se divisaba el altar y una cantidad impresionante de frescos e íconos en las paredes. Aún me siguen impresionando los maravillosos vitrales que adornan sus ventanas. El pop (sacerdote) cantaba la mayoría de la liturgia sin acompañamiento alguno. No había bancas en el interior, de manera que los creyentes permanecían de pie a lo largo de todo el servicio. Se prendía copal y el sacerdota decía un sermón entre canto y canto. Esto le daba un matiz por demás serio y espiritual al evento.
La charla seguía.
- Y a tí, ¿cómo te fue con Milena?
- Pues, bien. Dos días después de haberle llegado, aceptó ser mi novia. Me la pasé un mes entero sin poderme atrever a darle un beso. Y todos ustedes insistiendo. Finalmente, en la fiesta de Sandra. ¡Qué obvios se vieron! Mira que dejarla encerrada afuera en el balcón. Aleksandar finalmente me convenció que lo tenía que hacer. Salí y le dije muy sinceramente que todo el mundo considera que la tenía que besar y que no sabía qué hacer. Se volteó, me miró con sus grandes ojos azules, me tomó de la mano y lo hicimos. La escena al regresar a la sala fue lo más difícil. Todos nos estaban viendo como atracción de circo. Puedo decir que le gustó.
- ¿Y luego?
- Y luego nada. Un día estábamos en su casa. No había nadie. No me atrevía a tocarla. Después de un rato de ver MTV en el nuevo canal tres de la tele (que chido que se anden pirateando la señal), me atreví. Repentinamente me voltée y la abracé. Le pregunté si podía volver a darle otro beso. Me respondió que mejor no, porque sentía que todo le daba vueltas cuando lo hacía y que era demasiado intenso.
- ¡No!
- Sí. A los dos minutos nos lo volvimos a dar y no separamos nuestras bocas y lenguas como por media hora. Fue la primera vez que le tocaba los senos desnudos a una chava. Me sentía soñado, aunque pasé por una crisis la siguiente semana. Además de que me dio un dolor indescriptible en el estómago bajo y acabé en el hospital, me sentía un depravado sexual. Ahora ya me calmé, el dolor se esfumó milagrosamente. Nadie supo qué era.
- ¿Y ella?
- Pues, nos fuimos de vacaciones los dos, cada quién por su lado. Yo a casa de mis abuelo a Dalmacia y ella a visitar a su papá a Francia. Apenas la vi ahora en septiembre, pero me aburrió y no le hablo.
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Los días pasaban y con ellos el invierno. Se armó un escándalo en la escuela por las ”palomas” y demás artefactos pirotécnicos cuya venta era oficialmente prohibida, pero que se podían conseguir sin mayor esfuerzo en casi todos lados. Nosotros los comprábamos en el mercado de Zeleni Venac. Resulta que le explotó uno en la chamarra a una chava de sexto y casi la mata. Todos fuímos investigados.
Por otra parte, mis amigas Tijana, Liza y Milica se empezaban a maquillar. Todo el mundo se empezaba a quedar cada vez más tiempo en el parquecito.
Me asombraba el hecho de que uno de los cuates con el que solía andar en bici de niños, se había vuelto el peor gandalla de la escuela. Le pedía dinero a todo el mundo y se peleaba por todo. Dicen que hasta había ya navajeado a alguien. A mí me platicaba que su sueño era volverse fighter, que anhelaba que cuando se mencionara su nombre, todo Belgrado se pusiera a temblar. Le decían Cvele y era mejor estar en buenos términos con él. Dicen que pasó unos tres años en la cárcel. Triste.
La crisis económica era ya más que evidente y cada día menos soportable. La moneda ya había sido devaluada en varias ocasiones. Los créditos otorgados por el Occidente y con ellos la deuda externa abarcaban cifras tan grandes que era ya ridículo siquiera intentar expresarlas. La vida se volvía cada día más difícil de sobrellevar. Se empezaban a escuchar por doquier comentarios acerca de la insostenibilidad del hecho que por cuestiones de un sistema (el socialista) cuya efectividad quedaba en entredicho, el pueblo entero tuviera que pasar hambre, sobre todo si profesionistas preparados y aptos para abrirse camino sobraban. Profesores de universidad manejando taxis, ingenieros vendiendo periódico viejo, dentistas dedicados a vender fresas en los mercados... Estos comentarios venían, como era de esperarse, principalmente de los llamados gastarbeiter (trabajadores invitados, en su traducción del alemán) que pasaban largas temporadas laborando en el extranjero, dominantemente en Alemania e Italia y sus familiares que, viviéndo aún en yugoslavia, se beneficiaban de sus obligatorias visitas a la familia. Muchos constataban la cada vez más creciente falta de ambición profesional por parte de los empleados. Los horarios de trabajo se respetaban cada vez menos y parecía que la nación entera había decidido dejar de producir.
Al poco tiempo, se mudaba nuestra familia a un departamento más grande ubicado en Nuevo Belgrado, intercambiado por el departamento del centro y una cantidad de dinero adicional. Nuestro nuevo hogar representaba prácticamente el doble en espacio del anterior y se encontraba en el octavo y último piso de uno de los edificios del llamado bloque habitacional 70-A. El bloque contaba con una veintena de multifamiliares idénticos, refugios nucleares y canchas para jugar baloncesto en medios de éstos. El paisaje lo adornaban, además, una cantidad enorme de pequeños locales en las plantas bajas de los edificios, que pronto serían ocupados por tiendas de abarrotes, panaderías, tintorerías, peluquerías...
Hice nuevas amistades en el bloque, aunque seguía yendo a mi antigua escuela en el centro y visitaba periódicamente el afamado parquecito. Fue una época rara. Al igual que la banda del parquecito se había ya bautizado como los que salen junto al Palace (hotel ubicado en una esquina del parque), así mis nuevos amigos se denominaban los Bronx Warriors, 70-A. Todo el bloque multifamiliar se encontraba grafiteado con tal nombre en una especie de delimitación de territorios. Era bueno conocerlos, sobre todo si se sabía que su pasatiempo favorito era tomar coches ”prestados” de los estacionamientos. Al menos el Golf '83 de mi papá no corría peligro en aquella época.
Un día estaba platicando con Alek, un vecino de catorce años. Me estaba platicando que había descubierto que si se brincaba lo suficientemente fuerte en el techo de un Mercedes Benz, automáticamente se le abrían las cuatro puertas. En eso, de la nada se paró un carro a un costado nuestro, rechinando llantas. De éste salió un señor de rostro enojado y de buenas a primeras le dio dos bofetadas a mi amigo. Estaba atónito. El sujeto se identificó como inspector de policía. Me tomó los datos, trepó a Alek al vehículo y se lo llevó. Llegué a casa en shock sintiéndome como un verdadero criminal, sin haber hecho absolutamente nada para merecerlo.
Al día siguiente me enteré que el inspector era el tío de Alek y que a éste lo habían tomado preso una noche antes en coche robado y sin licencia corriendo a exceso de velocidad por las calles más transitadas de la capital yugoslava. De la cárcel lo sacaron pagando una caución, pero el tío se acababa de enterar de lo ocurrido.
Una de las enormes ventajas del nuevo departamento era el que se encontraba a escasos metros de la orilla del río Sava, cruzando el cual se llegaba al balneario natural más grande de Belgrado llamado Ada Ciganlija. Éste era una especie de lago que formaba el río tras una isla. Fue aquí donde pasé el verano de 1991, cuando ya se había vuelto imposible visitar a mis abuelos en la costa dálmata.
***
Durante los años inmediatamente posteriores a ese 1989, y sobre todo en 1990 y el 1991, me encontraba en plena búsqueda de identidad propia. Nunca olvidaré el día cuando llegó Miloš por primera vez a la escuela todo rapado. Hablaba de grupos como los Sex Pistols y las botas Dr. Marten’s. Al principio, todo ello se me hacía extraño. Muy pronto, sin embargo, adoptaría muchos de los valores que caracterizaban al punk belgradense.
Un día me prestaron una grabación pirata -cabe mencionar que era un sello peculiar el que todas las grabaciones de punk o de hard o grind core fueran de ínfima calidad- de los Ramones y un grupo local de nombre NBG. Tenía ya catorce años. Me encantó el ritmo del todo acelerado y la visión de llevar lo urbano y proletario en el vestir y vivir a las últimas consecuencias. Varios meses después estábamos todos los del parquecíto vestidos más o menos igual. Con camisas a cuadros, aretes, botas Dr. Marten's o tenis Converse All Star, tirantes a los costados, playeras de grupos de punk y sin hacer casi nada, todas las noches sentados en las mismas bancas en el mismo parquecito.
Era casi imposible conseguir botas Dr. Marten’s en Belgrado, de manera que todo el mundo ahorraba y en cuanto se sabía de alguien que iría al extranjero se las encargaban. De hecho, mis primeros zapatos Dr. Marten's me los compraron apenas llegando a la ciudad de México en 1992, en respuesta a un deseo mío jamás cumplido belgradense. Por otro lado, los tenis Converse y las chamarras Spit Fire de pilotos ingleses se podían conseguir en tiendas especializadas para extranjeros llamadas Komision, que posteriormente, ya en 1991, abrieron sus puertas al público en general.
Ya en octavo de primaria, todo el mundo fumaba. O casi todo el mundo; creo que yo fuí uno de los únicos que no sucumbió ante este vicio. Un día los sorprendió la mamá de Vlada en plena fumadera. Los regañó a todos y se lo llevó arrastrando a la casa. El día siguiente, todo pálido y nervioso, Vlada narraba como lo habían obligado a fumarse la cajetilla entera en la presencia de sus padres. Juraba no volver a probar un cigarro nunca más en su vida. Todos rieron sabiendo que en media hora estaría con otro cigarro en la boca ya que éste representaba parte fundamental de su estilo de vida.
El volverse punks nos definía como personas (o eso creíamos). Era interesante caminar por Belgrado, ver a alguien en la calle y saber solamente por su forma de vestir, qué tipo de música oía o a donde salía y si era amigo o no. Muchas peleas se suscitaban a diario entre metaleros, punketos, chavos rockabilly o skinheads únicamente por la vestimenta y estilo de cada quién. Pasar por los lugares de heavy metal vestido como lo solíamos hacer en el parquecito era equivalente al suicidio.
Las peleas se daban incluso por puro ocio. Un día sin nada que hacer en el parquecito del Palace, Nikola sugirió quitarle el dinero a un chavo que iba pasando. Así se hizo. Otro día, me platicaron algunos que iban caminando por Kalemegdan y se les ocurrió dispararle a una pareja con una pistola de diábolos con gas. Por pura diversión...
Sin embargo, el joven al que asaltaron de igual manera tenía a sus cuates que otro día llegaron armados con bats y cuchillos y con sed de venganza; tampoco la pareja, víctima del disparo, que vivía en Dorćol -el barrio más famoso por peleas en Belgrado- se iba a quedar de brazos cruzados y de igual manera hubo enfrentamientos. De repente resultaba que medio Belgrado nos quería golpear. Era bastante frustrante.
Un día, Dejan llegó huyendo de otra pandilla. Cuando nos vieron a los quince pelones pararnos de las bancas, nos observaron por unos instantes desde la otra acera y salieron despavoridos. Dejan se tocaba la cabeza de la cuál le escurría sangre. Al preguntarle cómo pasó, me respondió que no sabía: no había tenido tiempo para el dolor.
También existían los hippies que no se metían con nadie; ah, y la llamada gente "normal", desde nuestra percepción normalmente pedante y de nariz alzada. Todos formando parte de este circo en el que se había convertido la urbe de dos millones de habitantes.
Sin embargo, independientemente del grupo de jóvenes al que se pertenecía, todo el mundo le prestaba demasiada atención a la vestimenta, que si era de marca o no, si era extranjera o nacional...
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En una ocasión, me invitaron al partido de futbol más esperado de la temporada. Jugaban el Estrella Roja contra el Partizan; se trataba pues, de un ”clásico” belgradense. Junto con la mayoría de mis amigos, le iba yo al Partizan, que portaba los colores blanco y negro y cuya porra se auto nombraba los sepultureros en contraste a la porra rojiblanca del Estrella Roja llamada los gitanos en los tiempos de mi papá o delije, nombre que describe a los galanes valientes, héroes de la épica popular, en la actualidad.
Llegamos al estadio del Estrella Roja, el más grande de Serbia al que todo el mundo conocía como el Maracaná yugoslavo, en tren desde Nuevo Belgrado y justo a tiempo. Las gradas detrás de las porterías no tenían sillas, eran el norte y el sur. Aquí se concentraban las dos porras ”bravas”. A los lados de las canchas, que eran el este y el oeste, ingresaba el público en general y contaban estas gradas del estadio con butacas normales para tal ocasión.
Las porras de ambos equipos consistían en cánticos extensos que siempre terminaban con la parte en la que todo el mundo empezaba a gritar ”every go” y entre gritos y empujones los de hasta arriba empezaban a bajar y viceversa generándose un verdadero caos: un slam. Tambores de todo tipo y cortinas de humo de colores -producidas por bengalas o bombas de humo que se metían de contrabando- creaban un ambiente inolvidable en cada juego. Era apasionante, aunque también peligroso.
Ese preciso partido, los ánimos estaban por demás candentes por la última derrota del Partizan. Toda la porra empezaba a gritar que iba a destruir el estadio. El juego ya había empezado. Los mismos jugadores se acercaban a calmar a sus seguidores. Nada servía. Repentinamente me dí cuenta que unos hombres debajo de mí tenían en sus manos una enorme viga con la que tumbaban pedazos de concreto de las gradas que posteriormente serían lanzadas a la cancha. El presidente del club intentó calmar de nueva cuenta a esta porra que se hallaba ya fuera de sí.
Decía que si no se calmaban los tendrían que sacar del estadio por la fuerza. Nadie le prestaba atención.
Como al minuto cuarenta del primer tiempo, veía que muchos policías antimotines se aproximaban por todos los accesos. No entendía qué sucedía. De la nada se dejó oír un silbatazo. Iniciaba la persecución, los golpes, macanazos... Me ví atrapado justo entre los policías y la masa que corría sin cabeza a esconderse a donde pudiera. Me invadió el pánico. Estaba tomado de la chamarra de Damijan y no la iba a soltar por nada de este mundo, ni siquiera por sus gritos e indicaciones que lo estaba ahorcando. Logramos llegar a uno de los túneles que nos llevarían a la salida. En la mera puerta se encontraban unos cuatro policías por demás exaltados. Uno estaba sangrando y a la vez lanzando golpes por doquier. Le empecé a gritar que no le iba a hacer nada, que solamente me dejara pasar. Asintió. Me lancé a la salida y justo cuando pensé que había logrado mi objetivo, sentí un golpe indescriptible en la espalda. Recordaba la anécdota de no tener tiempo para el dolor.
Llovía. Al salir corriendo, me enfrasqué en el lodo. Le comenté a Borko, que de alguna manera se encontró al lado mío en ese momento, que por lo menos ya habíamos librado lo peor. Volteó señalándome hacia una masa multiforme de gente que venía corriendo a un costado del estadio con cadenas, botellas rotas y todo tipo de palos. ”Aún no cantes victoria”, dijo. Únicamente pude distinguir el mayoritario color rojiblanco y gritos y porras del Estrella Roja en aquella multitud.
Corrí como nunca en mi corta vida. Me deshice de la bufanda blanco y negro del Partizan y las demás insignias. Llegamos al tren antes que nadie del bloque. En media hora estaba ya en casa, hablándoles a mis padres por teléfono. Estaban en casa de mi tía, a escasos veinte minutos de nuestro departamento, también en Nuevo Belgrado.
”Estoy bien. No pasó nada grave.”
Iniciaba el noticiero.
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Etiquetas: 1989-1992, adolescencia, Belgrado, crisis, juventud, Yugoslavia
4 Comments:
ah bueno que casualidad, en los noventas tambien estuve en el "no future" de los pistols.
Herede de su parte la "matriz acrata" que en gran parte mantengo.
Es una epoca que recuerdo con muchisimo cariño, nuestros codigos nuestra tribu.
Hey ho lets go!! Punks not dead!
Martin (La Plata)
PD me costo menos entender tvoj srpski que tvoj meksikanski hehehe
Del "blitzkrieg Bop" al "California über alles" de los inolvidables Dead Kennedys. Punk's not dead at all!
Daniel,
gracias por la crónica de los recuerdos, fue una lectura muy emocionante...
Beso
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