El desmoronamiento del socialismo "real" en la URSS y su transformación en China y la comparación de ambos con el fin de la Yugoslavia socialista
El caso de la República Popular de China
En 1949, escribe Hobsbawm [Hob01], cuando tomaron el poder en China tras barrer sin esfuerzo a las fuerzas de Kuomintang en una breve guerra civil, los comunistas se convirtieron en el gobierno legítimo de China, en los verdaderos sucesores de las dinastías imperiales después de cuarenta años de interregno. Y fueron fácil y rápidamente aceptados como tales porque, a partir de su experiencia como partido marxista-leninista, fueron capaces de crear una organización disciplinada a escala nacional, apta para desarrollar una política de gobierno desde el centro hasta las más remotas aldeas del gigantesco país, que es la forma en la que –según la mentalidad de la mayoría de los chinos- debe gobernarse un imperio. La contribución, según este autor [Hob01], del bolchevismo leninista al empeño de cambiar el mundo consistió más en organización que en doctrina.
Para el historiador, los comunistas eran algo más que el imperio redivivo, aunque sin duda se beneficiaron de las continuidades de la historia china, que establecían tanto la forma en que el chino medio esperaba relacionarse con cualquier gobierno que disfrutara del ”mandato del cielo”, como la forma en que los administradores de China esperaban realizar sus tareas. No hay otro país en que los debates políticos dentro del sistema comunista pudieran plantearse tomando como referencia lo que un leal mandarín le dijo al emperador Chia-ching, de la dinastía Ming, en el siglo XVI. De estos hecho provenían las especulaciones que hacían alusión a que si en alguna parte del mundo quedaría un sistema comunista en el siglo XXI, ello ocurriría en China, donde sobreviviría como una ideología nacional. Para la mayoría de los chinos esta era una revolución que significaba ante todo una restauración: de la paz y el orden, el bienestar, de un sistema de gobierno cuyos funcionarios reivindicaban a sus predecesores de la dinastía T’ang, de la grandeza de un gran imperio y una civilización.
A diferencia del comunismo ruso, prosigue Hobsbawm [Hob01, p. 462, apud. Schwartz, B., ”Modernisation and the Maoist vision”, en Roderick MacFarquhar, ed., China under Mao: Politics Takes Command, Cambridge, Mass., 1966], el comunismo chino prácticamente no tenía relación directa con Marx ni con el marxismo. Se trataba de un movimiento influido por octubre que llegó a Marx vía Lenin, o más concretamente, vía ”marxismo-leninismo” estalinista. Por debajo de este revestimiento marxista-leninista, había –y esto es evidente en el caso de Mao Tse Tung, que nunca salió de China hasta que se convirtió en jefe de estado, y cuya formación intelectual era enteramente casera- un utopismo totalmente chino. Mao, explica el historiador [Hob01], con toda sinceridad sin duda, tomó aquellos aspectos de Marx y Lenin que encajaban en su visión y los empleó para justificarla. Pero su visión de una sociedad ideal unida por un consenso total, una sociedad en la que, como se ha dicho, ”la abnegación total del individuo y su total inmersión en la colectividad (son) la finalidad última... una especie de misticismo colectivista”, es lo opuesto del marxismo clásico que, al menos en teoría y como último objetivo, contemplaba la liberación completa y la realización del individuo.
En cierto sentido, la fe en la capacidad de la transformación voluntarista se apoyaba en una fe específicamente maoísta en ”el pueblo”, presto a transformarse y por tanto a tomar parte creativamente, y con toda la tradicional inteligencia e ingenio chinos, en la llamada ”gran marcha hacia delante” [Hob01]. En la década de los 1950, la industrialización, siguiendo el modelo soviético basado en la industria pesada, era la prioridad incondicional. Los criminales disparates del gran salto se debieron en primer lugar a la convicción, que el régimen chino campartía con el soviético, de que la agricultura debía aprovisionar a la industrialización y mantenerse a la vez a sí misma sin desviar recursos de la inversión industrial a la agrícola. En esencia, esto significó sustituir incentivos ”morales” por ”materiales”, lo que se tradujo, en la práctica, por reemplazar con la casi ilimitada cantidad de fuerza humana disponible en China la tecnología que no se tenía [Hob01].
Pese a lo mucho que nos pueda impresionar el relato de veinte años de maoísmo, escribe Hobsbawm [Hob01], que combinan la inhumanidad y el oscurantismo con los absurdos surrealistas de las pretensiones hechas en nombre de los pensamientos del líder divino, no se debe olvidar que, comparado con los niveles de pobreza del tercer mundo, el pueblo chino no iba mal. Pienso que, sin embargo, el costo de tal hazaña sería un buen tema de discusión. Por otro lado, reconozco claras diferencias entre el comunismo chino y sus variantes europeas en las que por ningún motivo se podría hablar de un legado milenario de autoridad inquebrantable de los gobiernos imperiales ni de similitud alguna entre las revoluciones socialistas y el pasado de los diferentes pueblos que en la época de la guerra fría participaban de tales proyectos sociopolíticos.
El desastroso y errático rumbo fijado por el Gran Timonel desde mediados de los años cincuenta, escribe el británico [Hob01], prosiguió únicamente porque en 1965 Mao, con apoyo militar, impulsó un movimiento anárquico, inicialmente estudiantil, de jóvenes ”guardias rojos” que arremetieron contra los dirigentes del partido que poco a poco le habían arrinconado y contra los intelectuales de cualquier tipo. Esta fue la ”gran revolución cultural” que asoló China por cierto tiempo, hasta que Mao llamó al ejército para que restaurara el orden, y se vio también obligado a restaurar algún tipo de control del partido. Como estaba ya al final de su andadura, prosigue Hobsbawm [Hob01], y el maoísmo sin él tenía poco apoyo real, éste no sobrevivió a su muerte en 1976, y al casi inmediato arresto de la ”banda de los cuatro” ultramaoístas, encabezada por la viuda del líder, Jiang Quing.
El nuevo rumbo bajo el pragmático Deng Xiaoping comenzó de forma inmediata. Los acontecimientos de las últimas dos décadas de movimientos estudiantiles y severas críticas al sistema comunista chino permitieron la paulatina transformación de ésta hasta convertirlo a inicios del siglo XXI en una alternativa real y a China en una potencia económica y militar considerable en el mapa geopolítico mundial.
El caso de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas
Para la década de 1980, era evidente, comenta el mismo Hobsbawm [Hob01], que en vez de convertirse en uno de los gigantes del comercio mundial, la Unión Soviética parecía estar en regresión a escala internacional. La URSS se había convertido en algo así como una colonia productora de energía de las economías industriales más avanzadas; en la práctica, de sus propios satélites occidentales, principalmente Checoslovaquia y la República Democrática Alemana, cuyas industrias podían confiar en el mercado ilimitado y poco exigente de la Unión Soviética sin preocuparse por mejorar sus propias deficiencias. Hacia los años setenta estaba claro que no sólo se estancaba el crecimiento económico, sino que incluso los indicadores sociales básicos, como la mortalidad dejaban de mejorar.
En esta misma época, sigue el autor [Hob01], otro síntoma evidente de la decadencia de la Unión Soviética se refleja en el auge del término nomenklatura, que parece que llegó a Occidente por medio de los escritos de los disidentes. Hasta entonces, el cuerpo de funcionarios formado por los cuadros del partido, que constituía el sistema de mando de los estados leninístas, se había mirado desde el exterior con respeto y con cierta admiración, si bien los opositores internos derrotados, como los trotskistas y –en Yugoslavia- Milovan Djilas [Dji57], ya habían señalado su potencial de degeneración burocrática y corrupción personal. Por el otro lado, el término nomenklatura y las revelaciones hechas en torno a el hicieron cada vez más evidente que la Unión Soviética misma funcionaba, fundamentalmente, mediante un sistema de patronazgo, nepotismo y pago.
Con la excepción de Hungría, prosigue Hobsbawm [Hob01], los intentos serios de reformar las economías socialistas europeas se abandonaron desesperanzadamente tras la primavera de Praga. En cuanto a los intentos ocasionales de volver a la antigua forma de las economías dirigidas, bien en su modelo estalinista (como hizo Ceaucescu en Rumanía) bien en la forma maoísta que reemplazaba la economía con el celo moral voluntarista (como en el caso de Fidel Castro), cuanto menos se hable de ellos, mejor.
Para Hobsbawm [Hob01], el problema para el ”socialismo realmente existente” europeo estribaba en que –a diferencia de la Unión Soviética de entreguerras, que estaba virtualmente fuera de la economía mundial y era, por tanto, inmune a la Gran Depresión- el socialismo estaba ahora cada vez más involucrado en ella y, por tanto, no era inmune a las crisis de los años setenta. Es una ironía de la historia que las economías de ”socialismo real” europeas y de la Unión Soviética, así como las de parte del tercer mundo, fuesen las verdaderas víctimas de la crisis que siguió a la edad de oro de la economía capitalista mundial, mientras que las ”economías desarrolladas de mercado”, aunque debilitadas, pudieron capear las dificultades sin mayores problemas. El ”socialismo real” no sólo tenía que enfrentarse a sus propios y cada vez más insolubles problemas como sistema, sino también a los de una economía mundial cambiante y conflictiva en la que estaba cada vez más integrado.
El problema adicional de Yugoslavia era el problema interétnico y del despertar de nacionalismos nocivos. Cuando la economía marcha mal, las alternativas de todo tipo empiezan a aparecer como salvación. Al igual que mi país, todos los demás del bloque socialista se enfrentarían tarde o temprano a este problema.
Políticamente, sigue el análisis [Hob01], la Europa oriental era el talón de Aquiles del sistema soviético, y Polonia y Hungría sus puntos más vulnerables. Desde la primavera de Praga quedó igualmente claro que muchos de los regímenes satélites comunistas habían perdido su legitimidad. Las partes menos desarrolladas, indica Hobsbawm [Hob01] como pie de página, de la península de los Balcanes –Albania, sur de Yugoslavia, Bulgaria- podrían ser las excepciones, puesto que los comunistas todavía ganaron las primeras elecciones multipartidistas después de 1989.
Aquí difiero un tanto de Hobsbawm. Al menos que incluyera a Serbia en las regiones que nombra como de sur de Yugoslavia, parecería que se le olvidaba la república más grande y rica de las tierras ex yugoslavas. En este lugar, el régimen comunista se vio perpetuado en la figura de Slobodan Milošević hasta el año 2000 y, desde mi muy personal punto de vista, ello se debió a la casi completa transformación de la ideología socialista marxista-leninísta por una netamente nacionalista y de usufructo de poder, a través de la cuál este personaje intentaba convertirse en el gran redentor de los derechos y el honor del pueblo serbio. Muchos de los demás países que menciona Hobsbawm vivieron un proceso similar en el que el mismo partido comunista de antaño se reiventaba a sí mismo con las mismas figuras en el poder, aunque con un discurso diferente. Ello sucedió de una manera clara también en Eslovenia con los antiguos comunistas transformados en socialdemócratas liberales; de cualquier manera de una manera muy acertada y por demás benéfica para el futuro del pequeño país. En Bosnia y Herzegovina, los comunistas se convertirían de manera inmediata en los más activos nacionalistas.
Siguiendo con el análisis del británico [Hob01], se ve que estos regímenes "comunistas-satélites de la URSS" se mantuvieron en el poder mediante una coerción del estado, respaldada por la amenaza de invasión soviética o, en el mejor de los casos –como en Hungría-, dando a los ciudadanos unas condiciones materiales y una libertad relativamente superiores a las de la media de la Europa del Este, que la crisis económica hizo imposible mantener. Sin embargo, con una excepción: Polonia, no era posible ninguna forma seria de oposición organizada política o pública.
La conjunción de tres factores lo hizo posible en Polonia [Hob01]. La opinión pública del país estaba fuertemente unida no sólo en su rechazo hacia el régimen, sino por un nacionalismo polaco antirruso (y antijudío) y sólidamente católico; la Iglesia conservó una organización independiente a escala nacional; y su clase obrera demostró su fuerza política con grandes huelgas intermitentes desde mediados de los cincuenta. En mi opinión, la designación de un Papa polaco, Karol Josef Vojtyla, por parte del Vaticano, hizo patente la presión del mundo católico sobre una Polonia en inminente transición. El régimen hacía tiempo, prosigue Hobsbawm [Hob01], que se había resignado a una tolerancia tácita o incluso a una retirada –como cuando las huelgas de los setenta forzaron la abdicación del líder comunista del momento- mientras la oposición siguiera desorganizada, aunque su margen de maniobra fue disminuyendo peligrosamente. Pero desde mediados de los años setenta tuvo que enfrentarse a un movimiento de trabajadores organizado políticamente y apoyado por un equipo de intelectuales disidentes con ideas políticas propias, ex marxistas en su mayoría, así como a una Iglesia cada vez más agresiva, estimulada desde 1978 por la elección del Papa. Por el otro lado, los intereses de la Iglesia católica en los países de antaño católicos que formaban parte del bloque soviético durante la guerra fría se hacía patente, lo que en ningún momento excentaba a Croacia y Eslovenia.
Esta situación sin embargo, aunada al segundo proceso de larga duración ligado al pasado cultural y religioso de los diferentes pueblos yugoslavos peligrosamente indicaba una probable separación en nombre de la Iglesia preponderante en cada región. Las tres religiones que competían en estos territorios eran el catolicismo, la Iglesia ortodoxa y el islam.
En 1980, sigue Hobsbawm [Hob01], el triunfo del sindicato Solidaridad como un movimiento de oposición pública nacional que contaba con el arma de las huelgas demostró dos cosas: que el régimen del Partido Comunista en Polonia llegaba a su final, pero también que no podía ser derrocado por la agitación popular. Fue la policía y no el ejército quien restableció el orden sin mayores problemas, pero el gobierno, tan incapaz como siempre de resolver los problemas económicos, no tenía nada que ofrecer contra una oposición que seguía siendo la expresión organizada de la opinión pública nacional. Aquí se vislumbra un claro paralelismo con el fracaso de la política económica ideada por el primer ministro yugoslavo, Ante Marković, misma que aunque bien estructurada y prometedora se veía boicoteada por cada una de las repúblicas e intereses que al parecer querían aprovecharse de le terrible crisis que marcaba el fracaso del sistema económico del bloque socialista. Mientras el resto de gobiernos de los países satélites contemplaban el desarrollo de los acontecimientos, a la vez que intentaban evitar, vanamente, que sus pueblos los imitaran, se hizo cada vez más evidente que los soviéticos no estaban ya preparados para intervenir.
En 1985, sigue Hobsbawm [Hob01], un reformista apasionado, Mijail Gorbachov, llegó al poder como Secretario General del Partido Comunista soviético. No fue por accidente. De hecho, la era de los cambios hubiera comenzado uno o dos años antes de no haber sido por la muerte del gravemente enfermo Yuri Andropov (1914-1984), antiguo Secretario General y jefe del aparato de seguridad, que ya en 1983 realizó la ruptura decisiva con la era de Brezhnev, conocida como los ”años de estancamiento” por los reformistas soviéticos. Resultaba evidente para los demás gobiernos comunistas, dentro y fuera de la órbita soviética, que se iban a realizar grandes cambios, aunque no estaba claro, ni siquiera para el nuevo secretario general, qué iban a traer.
Prohibidas o semilegalizadas (gracias a la influencia de editores valientes como el del famoso diario Novi Mir), la crítica y la autocrítica impregnaron la amalgama cultural de la Unión Soviética metropolitana en tiempos de Brezhnev, incluyendo a importantes sectores del partido y del estado, en especial en los servicios de seguridad y exteriores. La amplia y súbita respuesta a la llamada de Gorbachov a la glasnost (”apertura” o ”transperencia” ) difícilmente puede explicarse de otra manera.
Slobodan Milošević intentaba realizar algo semejante, aunque coptando a la intelectualidad serbia y retomando como suyo su plan político y nacional. En las otras repúblicas, como en Eslovenia y Croacia, los comunistas decidieron no influenciar de manera tan directa este despertar a la crítica y los sucedieron años más tarde en el poder o partidos de extrema derecha nacionalista, en el caso de Croacia, o comunistas reformistas más radicales con un cambio definitivo de discurso, como en el caso de Eslovenia.
Sin embargo, prosigue Hobsbawm [Hob01], la respuesta de los estratos políticos e intelectuales no debe tomarse como la respuesta de la gran masa de los pueblos soviéticos. Para estos, a diferencia de para la mayoría de los pueblos del este de Europa, el régimen soviético estaba legitimado y era totalmente aceptado, aunque sólo fuera porque no habían conocido otro, salvo el de la ocupación alemana de 1941-1944, que no había resultado demasiado atractivo. Era el viejo imperio zarista con una nueva dirección. De ahí que antes del final de los años ochenta no hubiera síntomas serios de separatismo político en ningún lugar, salvo en los países bálticos, que de 1918 a 1949 fueron estados independientes, Ucrania occidental (que antes de 1918 formaba parte del imperio de los Habsburgo y no del ruso), y quizás Besarabia (Moldavia), que desde 1918 hasta 1940 formó parte de Rumanía. De todas formas, ni siquiera en los estados bálticos había mucha más disidencia que en Rusia [Hob01, p. 474, apud. Lieven, A. The Baltic Revolution: Estonia, Latvia, Lithuania and the Path to Independence, New Haven y Londres, 1993].
Este rasgo característico de la Unión Soviética desde luego no compartían ninguno de sus países satélites ni Yugoslavia. De hecho, en mi opinión, uno de los factores determinantes y el quizá más importante para el derrumbe del sistema socialista y el inicio de la década de las guerras en mi país era justamente la memoria de otros regímenes y la existencia de un mar de trabajadores yugoslavos que emigraban por tiempos limitados a los países de Europa occidental y retornaban posteriormente al país con dinero ahorrado en el extranjero.
El pueblo, continúa Hobsbawm [Hob01], de forma difícil de explicar, llegó a amoldarse al régimen de la misma manera que el régimen se había amoldado a ellos. Estaban cómodos en el sistema que les proporcionaba una subsistencia garantizada y una amplia seguridad social (a un nivel modesto pero real), una sociedad igualitaria tanto social como económicamente y, por lo menos, una de las aspiraciones tradicionales del socialismo, el ”derecho a la pereza” reivindicado por Paul Lafargue [Hob01, p. 474, apud. Lafargue, P. Le droit à la paresse. París. 1883]. Es más, para la mayoría de los ciudadanos soviéticos, la era de Brezhnev no había supuesto un ”estancamiento”, sino la etapa mejor que habían conocido ellos y hasta sus padres y abuelos. No hay que sorprenderse entonces, como lo indica Hobsbawm [Hob01], de que los reformistas radicales hubieran de enfrentarse no sólo a la burocracia soviética, sino a los hombres y mujeres soviéticos.
Este es uno de los rasgos muy presente en todos los países del ex bloque socialista. El cambio brusco de sistema socioeconómico dejará, sobre todo en los países yugoslavos que aún no han concretado la transición del sistema socialista en algo mejor, aunque sí atravesaron por cuatro guerras y una devastación terrible al abandonarlo, una añoranza enorme hacia los ”buenos tiempos”.
Por todo lo anterior, siguiendo con el análisis de Eric Hobsbawm [Hob01], la presión para el cambio en la Unión Soviética provino, como tenía que ser, de arriba. No está clara la forma en que un comunista reformista apasionado y sincero se convirtió en el sucesor de Stalin al frente del PCUS el 15 de marzo de 1985, y seguirá sin estarlo, afirma el autor [Hob01], hasta que la historia soviética de las últimas décadas se convierta en objeto de investigación más que de acusaciones y exculpaciones. Este rasgo difiere claramente del caso yugoslavo en el que, casi con certeza puedo afirmar que el derrumbe fue ocasionado por el descontento popular, los intereses internacionales y el creciente nacionalismo extremista.
Hubo dos condiciones que permitieron que alguien como Gorbachov llegara al poder, según Hobsbawm [Hob01]. En primer lugar, la creciente y cada vez más visible corrupción de la cúpula del Partido Comunista en la era de Brezhnev había de indignar de un modo u otro a la parte del partido que todavía creía en su ideología. Y un partido comunista, por degradado que esté, que no tenga algunos dirigentes socialistas es tan impensable como una Iglesia católica sin algunos obispos o cardenales que sean cristianos, al basarse ambos en sistemas de creencias. En segundo lugar, los estratos ilustrados y técnicamente competentes, que eran los que mantenían la economía soviética en funcionamiento, eran conscientes de que sin cambios drásticos y fundamentales del sistema se hundiría más pronto o más tarde, no sólo por su propia ineficacia e inflexibilidad, sino porque sus debilidades se sumaban a las exigencias de una condición de superpotencia militar que una economía en decadencia no podía soportar. La presión militar sobre la economía se había incrementado de forma peligrosa desde 1980 cuando, por primera vez en varios años, las fuerzas armadas soviéticas se encontraron involucradas directamente en una guerra, la de Afganistán.
El objetivo inmediato para Gorbachov, una vez en el poder, era acabar tan pronto como fuera posible, la segunda guerra fría con Estados Unidos que estaba desangrando su economía [Hob01]. Este fue, incluso, su mejor éxito, porque, en un período sorprendentemente corto de tiempo, convenció incluso a los gobiernos más escépticos de Occidente de que esta era, de verdad, la intención soviética. Ello le granjeó, en opinión de Hobsbawm [Hob01], una popularidad inmensa y duradera en Occidente, que contrastaba fuertemente con la creciente falta de entusiasmo hacia él en la Unión Soviética, de la que acabó siendo víctima en 1991. Si hubo alguien que acabó con cuarenta años de guerra fría global, ese fue él.
Gorbachov inició su campaña de transformación del socialismo soviético con los lemas de perestroika o reestructuración (tanto económica como política) y glasnost o libertad de información. Pronto se hizo patente, sigue Hobsbawm [Hob01], que iba a producirse un conflicto insoluble entre ellas. En efecto, lo único que hacía funcionar al sistema soviético, y que concebiblemente podía transformarlo, era la estructura de mando del partido-estado heredada de la etapa estalinista, una situación familiar en la historia de Rusia incluso en los días de los zares.
Los reformistas, y no sólo en Rusia, se han sentido siempre tentados a culpar a la ”burocracia” por el hecho de que su país y su pueblo no respondan a sus iniciativas, pero parece fuera de toda duda que grandes sectores del aparato del partido-estado acogieron cualquier intento de reforma profunda con una inercia que ocultaba su hostilidad. La glasnost se proponía movilizar apoyos dentro y fuera del aparato contra esas resistencias, pero su consecuencia lógica fue desgastar la única fuerza que era capaz de actuar. La estructura del sistema soviético y su modus vivendi eran esencialmente militares. Es bien sabido, dice Hobsbawm [Hob01], que democratizar los ejércitos no mejora su eficiencia. Por otra parte, si no se quiere un sistema militar, hay que tener pensada una alternativa civil antes de destruírlo, porque en caso contrario la reforma no produce una reconstrucción sino un colapso. La Unión Soviética bajo Gorbachov cayó en la sima cada vez amplia que se abría entre la glasnost y la perestroika [Hob01].
El paralelismo con el caso yugoslavo salta a la vista. Slobodan Milošević era mucho menos sincero que Gorbachov. El presidente serbio en la década de los noventa se lanzó en una lucha abierta en contra de la ”burocracia”, pero a diferencia de Gorbachov, sí tenía un plan que la sustituyera. En primer lugar, la ”libertad de expresión” que éste promovía en Serbia era únicamente un parapeto detrás del cual escondía sus propósitos. En ese momento se ponía de moda el discurso nacionalista, mismo que Slobodan Milošević alentaba y hasta tomaba como propio. Es un hecho que el discurso del partido en el poder y el manejado por la numerosa oposición a éste resultaba ser exactamente el mismo. La estructura ”burocrática” que intentaba derrocar el presidente de Serbia resultó ser simplemente la destitución de sus enemigos políticos. Lo que haría Slobodan Milošević sería conservar el sistema burocrático interno de antaño, cambiando únicamente el discurso manejado en los medios de comunicación para mantenerse en el poder y evitar el caos que sí derrumbó a la Unión Soviética. De esta manera, en Serbia jamás hubo un desencuentro entre la reforma sociopolítica y la libertad de expresión, ya que ésta última realmente nunca existió. Ello esclarecía el que Slobodan Milošević se mantuviera toda una década en el poder y gozara de un amplio apoyo popular hasta que el Occidente decidió derrocarlo en el año 2000.
Slobodan Milošević estaba repitiendo el experimento soviético, aunque mejorado y maquiavélicamente pensado para evitar las trampas que llevaron a la URSS al derrumbe.
Desde entonces le quedaba claro al presidente serbio que una separación y por ende, una guerra entre los pueblos de la ahora ex Yugoslavia era inminente. Esta conclusión lo llevó a asegurar su posición al interior de su república sin preocuparse demasiado por el destino político del partido en el poder de las otras. Eslovenia y Croacia vivieron una apertura a la libertad de información más real, aunque no total. En Croacia, los medios serían cooptados por la extrema derecha nacionalista representada en el gobierno de Franjo Tudjman y políticos nacionalistas del antiguo Partido Comunista de Croacia. En Eslovenia, la transformación del discurso del partido en el poder en 1989 fue paulatino aunque decidido. Fue la república en la que la libertad de expresión fue más lograda que en otras y el nacionalismo no prevaleció sobre otros discursos políticos (lo anterior debido a que en esta república en realidad no hubo roces interétnicos a causa de que los eslovenos eran una mayoría casi absoluta). Sin embargo, para el 2000, también en Eslovenia ganaban los cristianos demócratas y la derecha conservadora.
Lo que empeoró la situación, sigue Hobsbawm [Hob01], fue que, en la mente de los reformistas, la glasnost era un programa mucho más específico que la perestroika. Significaba la introducción o la reintroducción de un estado democrático constitucional basado en el imperio de la ley y en el disfrute de las libertades civiles, tal como se suelen entender. Esto implicaba la separación entre partido y estado y, contra todo lo que había sucedido desde la llegada al poder de Stalin, el desplazamiento del centro efectivo de gobierno del partido al estado. Esto, a su vez, implicaba el fin del sistema de partido único y de su papel ”dirigente”. También, obviamente, el resurgimiento de los soviets en todos los niveles, en forma de asambleas representativas genuinamente elegidas, culminando en el Soviet Supremo que iba a ser la asamblea legislativa verdaderamente soberana que otorgase el poder a un ejecutivo fuerte, pero que fuese también capaz de controlarlo [Hob01]. Esta era al menos la teoría. Una teoría, que en mi opinión, en una variante algo discrepante ya funcionaba en forma del sistema autogestivo yugoslavo.
En la práctica, prosigue Hobsbawm [Hob01], el nuevo sistema constitucional llegó a instalarse. Pero el nuevo sistema económico de la perestroika apenas había sido esbozado en 1987-1988 mediante la legalización de pequeñas empresas privadas (”cooperativas”) –es decir, de gran parte de la economía surgida- y con la decisión de permitir, en principio, que quebraran las empresas estatales con pérdidas permanentes. La distancia entre la retórica de la reforma económica y la realidad de una economía que iba palpablemente para abajo se ensanchaba día a día. Esto era extremadamente peligroso, opina Hobsbawm [Hob01], porque la reforma constitucional se limitaba a desmantelar un conjunto de mecanismos políticos y los reemplazaba por otros, pero dejaba abierta la cuestión de cuáles serían las tareas de las nuevas instituciones, aunque los procesos de decisión iban a ser, presumiblemente, más engorrosos en una democracia que en un sistema de mando militar.
Estaba muy claro contra qué estaban los reformistas económicos y qué era lo que deseaban abolir, su alternativa –”una economía socialista de mercado” con empresas autónomas y económicamente viables, públicas, privadas y cooperativas, guiadas macroeconomicamente por el ”centro de decisiones económico”- era un poco más que una frase. Significaba, simplemente, que los reformistas querían tener las ventajas del capitalismo sin perder las del socialismo. Ello era claramente un legado de las discusiones críticas llevadas a cabo en los sesentas y setentas en toda Europa y, más claramente, en Chocoslovaquia y en Eslovenia, Croacia y Macedonia en lo que a Yugoslavia se refiere. En ese entonces, Tito reprimió, por una serie de circunstancias incluso ajenas a estas especulaciones ideológicas a los portadores de tales ideas para conservar su sistema. Como ya lo había señalado anteriormente, tal vez aquella década, sin la crisis presente de los 1980, hubiera sido la idónea para tales transformaciones. Nunca lo sabremos.
En opinión de Hobsbawm [Hob01], lo que condujo a la Unión Soviética con creciente velocidad hacia el abismo fue la combinación de glasnost, que significaba la desintegración de la autoridad, con una perestroika que conllevó la destrucción de los viejos mecanismos que hacían funcionar la economía, sin proporcionar ninguna alternativa, y provocó, en consecuencia, el creciente deterioro del nivel de vida de los ciudadanos. El país se movió hacia una política electoral pluralista en el mismo instante en que se hundía en la anarquía económica.
Para concluir esta explicación, me gustó de sobremanera la visión que presenta Hobsbawm en su libro [Hob01]. El historiador explica que aunque una versión simplista del marxismo-leninísmo se convirtió en la ortodoxia dogmática (secular) para todos los habitantes entre el Elba y los mares de China, ésta desapareció de un día para otro junto con los regímenes políticos que la habían impuesto. Dos razones podrían sugerirse para explicar un fenómeno histórico tan sorprendente. El comunismo no se basaba en la conversión de las masas, sino que era una fe para los cuadros; en palabras de Lenin, para las ”vanguardias”. Incluso la famosa frase de Mao sobre las guerrillas triunfantes moviéndose entre el campesinado como pez en el agua, implica la distinción entre un elemento activo (el pez) y otro pasivo (el agua). Los movimientos socialistas y obreros no oficiales (incluyendo algunos partidos comunistas de masas) podían identificarse con su comunidad o distrito electoral, como en las comunidades mineras. Mientras que, por otra parte, todos los partidos comunistas en el poder eran, por definición y por voluntad propia, élites minoritarias. La aceptación del comunismo, explica Hobsbawm [Hob01], por parte de ”las masas” no dependía de sus convicciones ideológicas o de otra índole, sino de cómo juzgaban lo que les reparaba la vida bajo los regímenes comunistas, y cuál era su situación comparada con la de otros. Cuando ya no fue posible seguir manteniendo a las poblaciones aisladas de todo contacto con otros países (o de simple conocimiento de ellos), estos juicios se volvieron escépticos. El "socialismo real" era, en esencia, una fe instrumental, en que el presente sólo tenía valor como medio para alcanzar un futuro indefinido. Incluso, los cuadros de los partidos comunistas empezaron a concentrarse en la satisfacción de las necesidades ordinarias de la vida una vez que el objetivo milenarista de la salvación terrenal, al que habían dedicado sus vidas, se fue desplazando hacia un futuro indefinido. Y, simptomáticamente, cuando esto ocurrió, el partido no les proporcionó ninguna norma para su comportamiento. En resumen, por la misma naturaleza de su ideología, el comunismo pedía ser juzgado por sus éxitos y no tenía reservas contra el fracaso.
Todo esto podría ser el porqué del derrumbe de un sistema sociopolitico y económico que en un principio parecía una alternativa real al cada vez más despiadado capitalismo que desembocaría en un desenfrenado control del mundo entero por parte de compañías transnacionales que con su expansión de capitales e intereses colaboraron al consumo de una globalización ficticia (y en realidad, una privatización de todos los recursos de países del tercer mundo por parte de compañías que jamás perdieron su nacionalidad en que en el 2008, en medio de la crisis financiera más crítica del liberalismo capitalista contribuyen al fortalecimiento de la llamada "localización" económica multipolar), que de no ser excluyente como lo es en el inicio del nuevo milenio, se podría ver como un hecho maravilloso y sin duda benéfico.
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